Jose Luís

En 1º de BUP tuve a un profesor de lengua tartamudo. Me cayó bien desde el primer día y sus clases me encantaban, lo cual no evitaba que me muriera de risa cada vez que se quedaba enganchado en alguna sílaba. No sé qué sucedería hoy, pero en aquel tiempo, los casi cuarenta alumnos aguantábamos la carcajada hasta que nos dolían los abdominales y, del esfuerzo, nos brotaban lágrimas como garbanzos.

Yo vivía como una tortura esos ataques de risa reprimida; rezaba para que él no me mirara justo en el momento en el que se enganchaba y llegaba ese silencio tenso, lleno de gemidos sutiles y resoplos clandestinos.

José Luís siempre lo llevó con una naturalidad pasmosa y, al regresar de cada atoramiento, seguía explicando los tipos de oración con la misma intensidad y las mismas ganas.

Mi conclusión era que no se daba cuenta de nuestras risas, que su concentración le hacía abstraerse de todo y ni nos veía. Hasta que llegó esa tarde.

Nos había pedido una redacción, la descripción de una persona. Me tocó a mí leerla en voz alta, y por su expresión supe que le había gustado mucho; sentí de repente un calor placentero en las mejillas y miles de hormigas enloquecidas corriendo por mi estómago.

Al rato siguió con la clase y, al pasar por mi lado, sentí que me daba un discreto golpecito en la mano. Toc toc. Llevé la mirada a mi puño, que resultó estar cerrado y apretado, imagino que desde la lectura de mi relato. Lo abrí y pude ver la señal de mis uñas sobre la palma, el color amarillo de la presión. Moví los dedos para facilitar la circulación de la sangre y le busqué con la mirada; él seguía paseando entre las mesas, hablando de subordinadas. Inmenso.

——

Colorín colorado

La primera vez que la vi caminaba detrás de la directora, lenta y desganada.

Habían entrado las dos en el aula, interrumpiendo la lección de tiempos verbales de doña Encarna. La directora la presentó: su nombre era Olga, se incorporaba a la clase en noviembre porque venía de otra ciudad y teníamos que ser amables con ella.

Debía de tener un par de años más que nosotras; su pecho estaba notablemente más desarrollado y llevaba el uniforme ceñido con un cinturón fino a la cintura, marcando unas enormes curvas.

Le indicaron que se sentara; ella echó un vistazo a la clase y eligió una mesa delante de mí. Antes de ocupar su asiento, me dedicó una mirada divertida y guiñó un ojo. Por un momento, sentí que la nueva era yo.

A los pocos días, Olga ya era el tema de conversación preferido del patio. Se hablaba mucho del tamaño de su trasero y del olor de su ropa: su familia regentaba el bar de la Unión Musical y ella pasaba muchas horas en la cocina, impregnándose del humo de fritangas, churros y tortillas.

Esto, que había dado para varias risas y algún proyecto de apodo- “la croqueta” era el más aplaudido- quedó en un segundo plano cuando empezó a extenderse el rumor de que, por las tardes, Olga iba al sótano del colegio a enseñar posturas francesas- la precisión geográfica fue cosa de Charo, la delegada – a los chicos. Por lo visto, algunos se iban turnando como modelos mientras el resto miraba y se metía la mano por debajo del pantalón. Si alguno se atrevía a tocarla sin su consentimiento, recibía un sopapo.

Cada dato que alimentaba la leyenda negra de Olga hacía crecer mi curiosidad hacia ella, y la simpatía parecía ser mutua; no pasaba un día sin que, al cruzarse conmigo por el pasillo, me guiñara un ojo. Yo empecé a responder a los guiños con una amplia sonrisa que ella parecía agradecer. Y así fue como poco a poco, guiño a guiño, nos fuimos haciendo algo así como amigas; una extraña pareja, sin duda.

Una tarde, decidí llevarla a casa a merendar; puse un casette de Nikka Costa y le enseñé mi colección de Barriguitas. Ella acabó el colacao y sacó de la mochila un paquete de tabaco. “¿Fumas?” por mi cara de espanto debió de imaginar que no y que, en mi opinión, ella tampoco debería hacerlo.

Fue entonces cuando sucedió por primera vez: detrás de mi diadema empezó a crecer algo parecido a unas antenas, mis extremidades adelgazaron y poco a poco mi cuerpo empezó a menguar un metro, medio metro más, hasta quedar reducido a pocos centímetros; fui adquiriendo un tono verde y una chistera negra salió de mi cabeza como en un truco de magia invertido. Pepita Grilla había hecho su aparición y ya no nos abandonaría en mucho tiempo.

A Olga le pareció muy graciosa mi metamorfosis y estalló en carcajadas. Yo daba vueltas por la habitación, histérica, intentando adaptarme a mi nuevo tamaño. Ella me cogió con cariño y me depositó en su hombro.

– Vale, ahora eres mi conciencia; la que me espera…jajajajaja

– Olga, no sé qué hago aquí pero creo que no debes reírte, esto es muy serio

– ¿Ves? Una plasta…jajajaja

– Debería llamar a mis padres y que me lleven al hospital

– Debería, debería…joder Sonia, para ya.

Abrió la puerta de la habitación y salió por el pasillo, despidiéndose de mi madre con la mano. Yo, encaramada a su hombro, sentí una descarga de adrenalina que todavía no sé describir. El olor a patata frita era intenso desde mi posición, pero no se estaba nada mal.

Caminó por la alameda y entró en los recreativos Jovi II. Fue directa a la máquina de música y puso “Sweet dreams”, de Eurythmics. Empezó a sacudir fuertemente las caderas, haciendo que me tambaleara y acercándose al dueño del local, al que engatusó para que le regalara una partida de comecocos.

Jugamos tres partidas y a la cuarta perdimos, muriendo devoradas por un monstruo de colores.

El mismo hombre que le había invitado a jugar se acercó y le dijo algo en el oído. Como yo estaba situada en el hombro contrario no pude escuchar nada, pero Olga dejó la máquina y se dirigió a un cuarto con él. Allí había dos chicas más, me sonaban del barrio.

– Olga, esto no me gusta nada; vámonos de aquí.

– Chica, relax; yo controlo.

El hombre puso un fajo de billetes en el bolsillo de cada una y les dio una dirección; por lo visto se iba a celebrar una fiesta esa noche y ellas tenían que arreglarse y ser amables con los hombres.

– Olga, ni se te ocurra. Tengo miedo.

– Mira grillo, tú no tienes que venir; es mi vida y no te metas.

– Yo no he decidido ser tu conciencia.

– Yo menos, así que ya te estás largando.

Me encajé la chistera y bajé como pude de su hombro, saliendo rápidamente por la puerta. Al abandonar los recreativos recobré mi forma humana y me dirigí a casa, aliviada por ser yo de nuevo pero con una sensación de vacío en el estómago.

Esa noche me acosté preocupada, y después de media hora de dar vueltas en la cama decidí salir de casa sin que me vieran mis padres. Conocía la dirección que el hombre de los recreativos había indicado y me dirigí hacia allí con el corazón en la boca.

Se trataba de un local con luces de colores y un vigilante de seguridad en la puerta. Pensé que me sería imposible entrar, pero cerré los ojos y conseguí volver a mi forma de grillo sin mucha dificultad. Me colé por debajo de la puerta y busqué a Olga por toda la estancia; de repente un barullo llamó mi atención y pude presenciar una escena que nunca olvidaré: varios hombres reían mientras jugaban con tres burros que, enloquecidos, daban saltos por todo el local. Uno de los animales era especialmente voluminoso y, al pasar junto a mí, dejó un olor a fritanga bastante familiar.

– ¡¡Olga!!

El asno me miró y entonces tuve la absoluta certeza de que era ella; de un salto me coloqué al lado de su enorme oreja, enganchada a las crines. Un triste rebuzno conmovió mi cuerpo de insecto.

De repente, una luz iluminó la calle y empezó a sonar una música conocida; su imagen empezó a definirse poco a poco: pelo muy corto rubio platino, traje blanco con grandes hombreras…sí, era Annie Lenox. Se dirigió al local con caminar de heroína y, colocándose enfrente, lanzó algo parecido a un rayo, haciendo salir a todos esos hombres disparados por puertas y ventanas, presas del pánico.

– Señora, no castigue a Olga, es buena chica.

– Grillo, no te preocupes, no voy a castigarla. Volverá a su forma humana, pero cada vez que se meta en líos y mienta, le crecerá la nariz.

– Mire, yo creo que eso no le va a gustar nada.

– Y tú, Sonia, deberás dejar de escuchar a Nikka Costa, que ya tienes edad y además la música británica es mucho mejor.

En ese momento desapareció y Olga volvió a recobrar su forma. Pude ver entonces el vestido rojo corto y ceñido que se había puesto para la fiesta. Sus ojos estaban rodeados de manchurrones negros y la expresión de su cara era tan triste que no supe qué decir. Simplemente caminamos y al llegar a mi casa me colé por la puerta; ya en la cama, recobré mi forma humana.

A partir de ese momento, Olga se aficionó al chocolate de mi madre, de quien se ganó cierta simpatía.Traía casettes de pop inglés y bailábamos en mi habitación casi sin hablar, no nos hacía falta.

Yo me fijaba bastante en su nariz y sí, alguna vez vi que parecía más grande de lo normal, pero nunca le dije nada. Ella guiñaba el ojo y yo sonreía…siempre fue suficiente.

Sonja en Groenlandia VI: Confinamiento

A quien no me conozca, le contaré que soy Sonja.

Me trasladé hace un tiempo a Ilulissat, una ciudad de Groenlandia, a vivir mi propio deshielo; a dejar que cayeran en alud mis miedos, contradicciones y dudas. Sentí el agua helada crujir por dentro y las avalanchas sucederse en mi cuerpo. Fui montaña por la que se deslizaron capas inmensas de una nieve espesa y brillante.

Aquí he aprendido a valorar el vacío, a buscar sin esperar, he construido una casa de pinocha para mi padre como hacía de pequeña; conseguí también contactar con esa niña y escribirle a través de una caja de galletas. Me he hecho amiga de la incertidumbre, del paso ligero, de la posibilidad de intrascendencia. También de Kunuk, un pescador anciano que me cuida con solo mirarme.

Todo esto me ha ofrecido este paisaje blanco y amable. Yo, a cambio, le prometí relacionarme con él desde la libertad; ¿cómo sería esta tierra si me obligaran a quedarme, a pesar mío y de ella?

Nunca imaginé que pudiera contestar esta pregunta, y en cambio aquí estoy, caminando por este lugar en modalidad de encierro decretado.

Después de doce días, quiero contarle a Kunuk cómo lo estoy viviendo:

No diría que es angustia lo que siento; incluso a ratos veo con claridad que podría quedarme a vivir un tiempo en este abrazo largo de pantalones de ir por casa, en esta rutina compartida que está siendo un regalo, en esta conjunción de ojos verdes que siempre encuentran un momento para la caricia.

A ratos también llueve por dentro, y de repente parece que la emoción quiera romper las paredes de mi cuerpo, de mi casa. Se hace visible entonces todo lo que sobrevivió al deshielo, incluso las cosas que salieron a la superficie al pasar este: el miedo al miedo, la negación de la vulnerabilidad propia y la de mis personas queridas, las sacudidas del alambre sobre el que muchas veces camino, la impaciencia, la poca tolerancia a la frustración.

En esos momentos me acerco al río, observo mi imagen en el hielo -mira papi, los ojos se me han hecho verdes, ya no los tengo como tú- y siento un calor que no es de este sitio, creo que ni siquiera es mío.

Es el calor de lo mutuo, la temperatura exacta de los abrazos largos. Es el viento cálido que me trae el placer compartido que añoro y la mano que rescata el deseo sepultado por la nieve, la mirada de mi amiga muerta hoy hace seis años, el sonido de vuestras risas sin pantalla, de los espacios que hemos construido como hormigas alegres. Es el sol naciendo en un extremo de mi cuerpo y poniéndose en el otro.

Y es que quizá hoy no escribo desde Ilulissat; hoy soy Ilulissat y sé que siempre amanece.

Sonja en Groenlandia V: Incertidumbre

Me fascina el sonido de la nieve bajo mis pies; es el motivo de que prefiera salir a caminar sola.
Intento además fijarme en la profundidad de las huellas que voy dejando, en la cantidad, color y consistencia de esa materia blanca y fría que inunda este lugar del planeta.

Kunuk, el viejo pescador, conoce la nieve mejor que nadie; la que puede pisarse, la que está a punto de desprenderse, la nieve vieja y la nueva. A veces le basta con mirarla; otras, se agacha y coge un puñado, la manosea, incluso la prueba, la huele. Intenta ganarle unos segundos al posible desprendimiento, a la caída, al alud.

Y es que, aquí en Ilulissat, no tenemos certezas.
Nos aproximamos, podemos intuir si es o no seguro caminar por el lago helado o atravesar un barranco entre montañas, pero vivir aquí es aceptar la incertidumbre, aprender incluso a disfrutarla.

Transitamos constantemente la duda, pero viene acompañada de una brisa tan limpia que no hace daño y, si bien es cierto que el hielo nunca te sostiene con seguridad, te devuelve a cambio la mejor imagen de ti misma, esa que quisieras ver siempre y que se transforma en vapor de agua tan fácilmente.

Quizá por eso me quedé a vivir aquí; para hacerme fuerte en la ligereza, para aprender a confiar en las preguntas más que en las respuestas. Para enamorarme de mis propios pasos y sus tropiezos, de mi propia vulnerabilidad.

Kunuk dice que yo me evado rápidamente, que mi estado natural es más bien la desconexión y el despiste. Yo creo que tiene razón, y quizá es una estrategia para pesar menos, para ser aire caliente que tiende a elevarse, para ser ligera y que una mala pisada no me acabe hundiendo.

Le pregunto si entonces corro el riesgo de no dejar huella suficiente, de pasar de puntillas por las cosas.

Kunuk sonríe con sus ojitos divertidos y sigue caminando en silencio.

Invitación

Yo de ti, me tomaría en infusión.

No dejes que hierva, solo deposítame en agua caliente y retírame enseguida del fuego. Me dejas reposar unos minutos y lista.

Tengo múltiples propiedades -no, ninguna casa- pero soy digestiva y a ratos expectorante. Buenísima contra el dolor de garganta; todo un superalimento.

Parece obvio, pero hay que especificarlo: no contengo gluten ni lactosa. Algunas trazas de frutos secos, pero apenas perceptibles.

Te recomendaría añadir un poco de leche en el fondo de la taza antes de servirme, así la nube que se forma adquiere un dibujo más interesante y la fusión con el agua es total.

Avisa cuando vayas a apoyar tus labios en el borde del tazón, no me quiero perder ese momento. Y por favor, tómame a tragos lentos, nada de engullirme.

Aprovéchame bien.

De nada, cielo.

Patio de luces II: Verbosidad fatal

¿Qué pasaría si T., la del 6ºA, tuviese la necesidad imperiosa de desarrollar cada detalle de sus explicaciones, de ramificar hasta la nausea la verbalización de sus pensamientos?

Son las siete de la mañana y T. se dirige a la cocina con el caminar torpe del amanecer, los ojos todavía medio cerrados. Pone la cafetera en el fuego y se sienta a esperar mientras mira los mensajes sin leer del teléfono. “A las 18h hay reunión de escalera” le informa M., la del 6ºC.

T. comienza a contestarle en un mensaje que reproducimos aquí por su importancia: “No podré asistir, tengo que ir al súper porque mi nevera está vacía, y es que ayer no fui al mercado central porque había quedado con mi amigo J. para que me devolviera un libro antes de irse a Irlanda con una beca que le han concedido justo en el momento en el que la empresa se lo ha quitado de encima con un ERE, el mismo en el que han despedido al chico nuevo de la farmacia, no la de la esquina, la de la otra manzana…”

La cafetera hace rato ya que ha cumplido su misión y amenaza con expulsar su interior con fuerza sobre la encimera; parece incluso que riñe a una impasible T., que no aparta los ojos de la pantalla, concentrada en contestar a la pregunta de su vecina con toda la información que esta, en su opinión, requiere.

¿Qué pasaría si M., por su parte, padeciese de fobia social y, careciendo además de la mínima asertividad, fuera incapaz de frenarla en su incontinencia explicativa?

10h a.m: T. y M. coinciden en el rellano de la escalera y protagonizan la conversación que a continuación se transcribe:

– Buenos días.

– Buenos días, T. ¿cómo estás?

– Bueno, diría que bien si no fuera por una cefalea que me tiene un poco fastidiada, no sé si tiene su origen en la falta de insonorización del piso de la nueva inquilina del séptimo, que pone muy fuerte la música a pesar de que la Sra. P, la del segundo, que fue presidenta del edificio en la época en que vinieron a hacer la revisión de la estructura por si había aluminosis en los pilares porque varios edificios de la zona habían dado positivo y que es el motivo por el que van a prohibir la edificación en terreno arenoso en el plan para los próximos veinte años…

M. puede ya sentir el escalofrío en la columna que precede al sudor frío, al temblor de piernas. Mira fijamente a ese dechado de información prescindible que es su vecina, sin saber qué hacer con toda esa amalgama de datos, con ese ir y venir del pasado al futuro vuelta y vuelta, mientras intenta formular una frase, una sencilla oración que le permita salir huyendo de una manera correcta, incluso amable, tal y como ha visto hacer a otros vecinos cuando se cruzan con T.

¿Qué pasaría si M. no consiguiera controlar su agresividad contenida y, presa del pánico, se viese obligada a cortar a T. de una manera, digamos, peculiar?

La inspectora del ayuntamiento que vino en esa ocasión resultó ser la cuñada del vecino del primero, no sé si tú vivías aquí cuando todavía estaba casado con la chica de la panadería de enfrente, no la nueva sino la de siempre, esa que tiene las empanadas tan buenas, que las hace la madre porque es gallega y se vino a vivir aquí cuando…”

Sequedad en la boca, contracciones en el estómago. La mente de M. sigue luchando por encontrar una combinación de palabras efectiva, suficiente, que la saque de esa situación.

Siente poco a poco un cosquilleo en la punta de los dedos que va ascendiendo por las manos, el antebrazo, los codos, dotando a sus extremidades de una energía desconocida, descomunal. Siente un alivio nunca experimentado al rodear con sus manos el cuello de T. y, con un ligero impulso, lanzarla por el hueco de la escalera.

Unos segundos antes de escuchar lo que con toda probabilidad es el choque de la cabeza de T. contra el suelo de la planta baja, puede llegar a escuchar un último detalle: “Recuerdo que aquella mujer gallega también tenía cefaleas porque en su pueblo había una mina de carbón que…”

Patio de luces I: «Mira, yo es que siempre digo lo que pienso»

Hay aseveraciones que identifican a su emisor más que el color de ojos o la altura, más que su propio nombre. Sentencias que anuncian su llegada, incluso que permanecen cuando la persona ya se ha ido, como un aroma dulzón.

Provocan a su vez un efecto particular en sus potenciales receptores: ojos abiertos hasta el límite, ausencia de pestañeo, desasosiego en el ceño. Incluso un leve temblor en la mandíbula.

Así sucede siempre con Pepa, la del 4º C: le basta con pronunciar ese conjunto de nueve palabras y una coma para provocar sunamis emocionales, cambios en las mareas y torrentes incontrolables.

– Tía, eres una lianta y lo que estás haciendo con tu hermana es impresentable.

– Joder, Pepa…

– Y ya de paso a ver si te tintas el pelo, que menuda raya llevas, carajo.

– Pepa, ya te vale…

– Mira, yo es que siempre digo lo que pienso.

Y ¡pum! Crecida de aguas, remolino de sinceridad, transparencia en caída libre.

¿Podría Pepa ser tachada de sincericida? ¿Alegaría ella en su defensa que se trata realmente de una inofensiva asertividad? Escuchémosla de nuevo, aprovechando que ha salido a la galería a fumar:

“Me cago en todo lo que se mueve, Carmen, tú lo que tienes que hacer es dejar de comer tanto bocadillo, que estás poniéndote fondona y luego te quejas de que no ligas. ¿Que qué? Que no, tía, que a Jose no le molas y además no me extraña.

Mira, yo es que siempre digo lo que pienso.”

Adiós a Carmen: segunda víctima de honestidad brutal en un solo día, daño colateral de sincericidio en grado sumo, derribo súbito.

¡¡Mira,- yo-es-que-siempre-digo-lo-que-pienso!!

En la ventana, en la parada del autobús, en la cima del Penyagolosa, después de un orgasmo.

Yosoyasismo cruel, descarnado, el de Pepa.

Mir(í)ada

Era invierno y sucedía lo gris; a sus pies, remolino de plásticos y papeles sucios.

Entre la nube de polvo, pudo distinguir al desprecio acercarse lentamente. Acercó su mano hasta tocarlo, los ojos cerrados. Respiró hondo, sintió escarcha en sus pulmones y un sabor amargo en la garganta.

Separó por fin las pestañas y sostuvo su mirada. No sabría decir quién se rindió antes, solo que tras esperar con paciencia lo vio caer, rebotar en el suelo y colarse por una alcantarilla.

Más tarde, miró a la duda fijamente.

Contempló también el rechazo, lo tocó y pudo sentir su textura viscosa, y miró tanto y tan bien que lo podrido fue grieta de colores.

Al rato, la hiedra trepó por la burla, la abrazó y cesó de inmediato el olor metálico.

¿Y las palabras? “envidia”, “pus”, podría haber dicho. “Artefacto de cartón piedra”, “falacia”. Pero pronunció “libertad” y, colocando la punta de su lengua en el paladar, dejó caer lágrimas de alivio.

Pestañeó y sintió el abrazo del silencio; llegaron horas de paz y se pudo ver al lamento huyendo colina abajo.

Fue entonces cuando miró su imagen en un espejo y descubrió en sus ojos una enredadera de hojas brillantes, húmedas, con todos los tonos posibles del verde.

 

imagen4Imagen02Imágenes de Águeda Alvarruiz

Este texto y las imágenes que lo acompañan han sido publicados en la revista DXI Magazine nº 55, dedicado a la belleza.

Delirio navideño

Otra vez se le ha olvidado meter el lápiz en el bolsillo. Resopla fastidiada mientras intenta, a duras penas y con el dedo índice de la mano derecha, rascarse ese punto de la espalda donde le roza la costura del disfraz. En pleno mes de diciembre, los termómetros marcan apenas 8º, pero en el interior de esa masa textil de cuatro dedos de grosor se podría cocer un huevo sin esfuerzo.

Consigue aliviar levemente su picor y recoloca rápidamente la maceta de felpa que le cubre medio cuerpo, estirando bien las piernas a través de los agujeros. Sus brazos pretenden ser las ramas de una flor de pascua y, a la altura de los hombros, cubriendo la cabeza, nace una enorme hoja de color rojo que se eleva hacia el cielo inclinándose levemente hacia la izquierda, lo cual la obliga a realizar constantemente un molesto contrapeso que le tiene martirizadas las cervicales. De los pies nacen raíces de fieltro que le dificultan el paso.

Vista desde fuera, esta planta andante resulta un adorno navideño muy eficaz; los niños que frecuentan a esa hora el centro comercial se cuelgan de sus brazos y la persiguen mientras ella da vueltas sobre sí misma en un baile que tiene como único objetivo quitárselos de encima.

Mira el reloj central; todavía le quedan cuatro horas dentro de ese artefacto de fieltro, lana y felpa. Se ajusta la hoja de la cabeza para mirar mejor a través de sus agujeros y busca un lugar no demasiado concurrido para detenerse un rato. Una rama de acebo y una campanilla de invierno pasan por su lado y le estiran los tirantes de la maceta antes de salir corriendo.

Es en ese momento cuando la ve.

Debe de tener más de ochenta años; la cara surcada de arrugas, el cabello blanco y desordenado, el cuerpo pequeño. Viste un abrigo naranja raído con las costuras oscurecidas por el uso. Permanece de pie mirando fijamente un cartel luminoso. Como si presintiera su presencia, señala el cartel y se dirige a ella sin ni siquiera girar la cabeza:

– ¡Qué cabrones…! nos han robado tres imperativos, uno de ellos reflexivo.

– ¿Cómo?

– Esta gente cree que puede robarnos las palabras y ponerlas ahí, donde les dé la gana: “compre”, “regale”, “pruébeselo”…¡¡¿cómo se atreven…?!!

El grito es tal que la flor se asusta, da un paso atrás y mira alrededor; teme que el encargado se enfade si la ve hablar con una clienta. Da la vuelta con cuidado para no tropezar con sus propias raíces y sigue caminando. La diminuta mujer da un salto y se coloca delante de ella, observándola desde abajo con los ojos brillantes; sigue sus pasos dando saltitos, con expresión de curiosidad creciente.

– ¡¡Una flor de pascua!! ¡Para, para!

– No puedo, tengo que trabajar.

– ¿En qué trabajas?

– Pues lo que ve…hago de planta, muevo los brazos, las ramas, quiero decir…o las hojas, ¡yo qué sé…!

Encuentra por fin una esquina poco transitada y se queda allí de pie; el calor empieza a ser insoportable y le pica la espalda de nuevo. La mujercilla no hace ningún gesto de querer abandonar el lugar, de hecho cada vez se la ve más cómoda con su interlocutora.

– Tú al menos respetas el lenguaje…de hecho, no hablas.

– ¿Para qué voy a hablar? Este sitio da asco, el mundo es un asco.

– El mundo…qué bella palabra. Mira, digo mundo y vienen detrás como enredadas vida, tierra…¿a ti no se te enredan las palabras…? Lo malo es que a veces se cuela una fea, no sé, resiliencia, y aparecen enganchadas sinergia, eminentemente…y ya ves, se te pone todo perdido.

La flor de pascua mira fijamente a este insólito personaje a través de los agujeros de la hoja de fieltro.

– Mire, tengo que trabajar y me van a llamar la atención. Además, no sé por qué le interesa tanto el lenguaje; las palabras casi siempre nos engañan.

– ¿Que nos engañan? niña, ellas no nos han hecho nada…si las pobres se dejan hacer como cachorritos…ya verás, dime tres.

– No sé…agua, techo, palo.

– No, tres palabras más complejas: algún sustantivo, vale, pero también verbos, no sé, adjetivos…

– A ver…correcta, complace…sonríe.

– ¡Equilicuá! Mira: sorrecta, corrace, somplace, corríe…¿no es maravilloso cómo se dejan combinar, cómo se juntan y se separan en un baile infinito…?

La diminuta señora da vueltas por el hall del centro comercial; por momentos se desliza como si patinara. La flor de pascua observa la escena y siente cómo se le dibuja una sonrisa debajo de la felpa roja; esta extraña mujer empieza a caerle bien.

La improvisada bailarina vuelve a su lado y exclama con entusiasmo:

– ¡Se van a enterar! ¡¡Ven conmigo y cúbreme!!

Se dirigen hacia el panel más próximo y, mientras la flor expande sus hojas lo máximo posible para taparla, la señora extrae de su bolsillo un spray negro y comienza a dibujar cruces sobre los mensajes publicitarios, mientras profiere expresiones como “os vais a fastidiar”, o “las palabras son nuestras, ladrones”.

– Señora, ¿y las imágenes? ¿no le parece que también son horribles?

– Niña, a pesar de lo que piensas, el mundo es bonito.

– Si el mundo fuera tan bonito yo no tendría que estar aquí adornándolo ¿no cree?

– Jajajajaja!! Pues tienes razón- empuña de nuevo el spray y pinta un círculo en la cara de un orondo Papa Noel- ¡esto va por ti, jajajajaja!

La flor ya da por perdido su empleo navideño, pero, contagiada por la energía de esta minúscula mujer, se relaja y disfruta del momento.

En el escaparate de enfrente, se puede leer “En navidad, los mejores descuentos para los mejores clientes”.

– Mira, flor, ¡una reiteración! ¡¡Vamos a quitársela!! Sale disparada, seguida torpemente por la maceta andante, y estampa sendas cruces negras en el pobre adjetivo reiterado, dejando la frase con sentido y corrección gramatical pero escasa eficacia si tenemos en cuenta la intencionalidad del mensaje y el contexto.

Siguen buscando por todo el recinto; la señora insiste en que le pareció leer un “le informamos que” en la entrada y no quiere irse sin eliminar esa aberración. Robar el lenguaje es horrible, pero dañarlo es ya demasiado.

– Mira, si fuera un simple lapsus calami lo dejaría, pero esto es crueldad.

No han encontrado todavía el queísmo cuando divisan tres figuras que se acercan a ellas. La silueta del medio es sustancialmente más corpulenta que el resto y parece vestir un uniforme oscuro. Flanquean su paso un hombre y una mujer de aspecto serio.

– Gracias, agente; es ella- el hombre coge el spray de la mano de la anciana y lo tira en una papelera- pásenme la factura de los destrozos.

– Tranquilo, Señor, serán simplemente los gastos de limpieza; me encargaré de que la empresa no presente cargos contra su madre teniendo en cuenta las circunstancias.

La mujer que los acompaña observa la escena con una expresión que combina vergüenza y severidad.

– Lo siento mucho, se debió escapar a la hora de la merienda.

– No es la primera vez que sucede, si no mejoran su seguridad tomaré cartas en el asunto.

Casi medio metro por debajo de ellos, una cabecita blanca mira hacia el suelo, la expresión pétrea. Parece que en un momento se le han caído encima diez años, enredados uno detrás de otro como se enredan las palabras.

El hombre apoya la mano sobre su hombro y la empuja levemente hacia el exterior. Nadie se dirige a la planta, clavada en medio del hall como si las raíces de felpa hubieran atravesado el suelo de mármol.

La visión a través del disfraz no es muy nítida, pero la flor jura que la señora se giró levemente antes de desaparecer con la comitiva y, tras guiñarle el ojo, levantó dos dedos en señal de victoria.

-Victoria…qué bonita. A ver…esperanza, alegría, merecer…

La flor de pascua sigue enredando palabras en medio del bullicio navideño; verbos y sustantivos revolotean a su alrededor como mariposas.

Relato publicado en el número especial de navidad de la revista Papenfuss.