Me fascina el sonido de la nieve bajo mis pies; es el motivo de que prefiera salir a caminar sola.
Intento además fijarme en la profundidad de las huellas que voy dejando, en la cantidad, color y consistencia de esa materia blanca y fría que inunda este lugar del planeta.
Kunuk, el viejo pescador, conoce la nieve mejor que nadie; la que puede pisarse, la que está a punto de desprenderse, la nieve vieja y la nueva. A veces le basta con mirarla; otras, se agacha y coge un puñado, la manosea, incluso la prueba, la huele. Intenta ganarle unos segundos al posible desprendimiento, a la caída, al alud.
Y es que, aquí en Ilulissat, no tenemos certezas.
Nos aproximamos, podemos intuir si es o no seguro caminar por el lago helado o atravesar un barranco entre montañas, pero vivir aquí es aceptar la incertidumbre, aprender incluso a disfrutarla.
Transitamos constantemente la duda, pero viene acompañada de una brisa tan limpia que no hace daño y, si bien es cierto que el hielo nunca te sostiene con seguridad, te devuelve a cambio la mejor imagen de ti misma, esa que quisieras ver siempre y que se transforma en vapor de agua tan fácilmente.
Quizá por eso me quedé a vivir aquí; para hacerme fuerte en la ligereza, para aprender a confiar en las preguntas más que en las respuestas. Para enamorarme de mis propios pasos y sus tropiezos, de mi propia vulnerabilidad.
Kunuk dice que yo me evado rápidamente, que mi estado natural es más bien la desconexión y el despiste. Yo creo que tiene razón, y quizá es una estrategia para pesar menos, para ser aire caliente que tiende a elevarse, para ser ligera y que una mala pisada no me acabe hundiendo.
Le pregunto si entonces corro el riesgo de no dejar huella suficiente, de pasar de puntillas por las cosas.
Kunuk sonríe con sus ojitos divertidos y sigue caminando en silencio.