La primera vez que la vi caminaba detrás de la directora, lenta y desganada.
Habían entrado las dos en el aula, interrumpiendo la lección de tiempos verbales de doña Encarna. La directora la presentó: su nombre era Olga, se incorporaba a la clase en noviembre porque venía de otra ciudad y teníamos que ser amables con ella.
Debía de tener un par de años más que nosotras; su pecho estaba notablemente más desarrollado y llevaba el uniforme ceñido con un cinturón fino a la cintura, marcando unas enormes curvas.
Le indicaron que se sentara; ella echó un vistazo a la clase y eligió una mesa delante de mí. Antes de ocupar su asiento, me dedicó una mirada divertida y guiñó un ojo. Por un momento, sentí que la nueva era yo.
A los pocos días, Olga ya era el tema de conversación preferido del patio. Se hablaba mucho del tamaño de su trasero y del olor de su ropa: su familia regentaba el bar de la Unión Musical y ella pasaba muchas horas en la cocina, impregnándose del humo de fritangas, churros y tortillas.
Esto, que había dado para varias risas y algún proyecto de apodo- “la croqueta” era el más aplaudido- quedó en un segundo plano cuando empezó a extenderse el rumor de que, por las tardes, Olga iba al sótano del colegio a enseñar posturas francesas- la precisión geográfica fue cosa de Charo, la delegada – a los chicos. Por lo visto, algunos se iban turnando como modelos mientras el resto miraba y se metía la mano por debajo del pantalón. Si alguno se atrevía a tocarla sin su consentimiento, recibía un sopapo.
Cada dato que alimentaba la leyenda negra de Olga hacía crecer mi curiosidad hacia ella, y la simpatía parecía ser mutua; no pasaba un día sin que, al cruzarse conmigo por el pasillo, me guiñara un ojo. Yo empecé a responder a los guiños con una amplia sonrisa que ella parecía agradecer. Y así fue como poco a poco, guiño a guiño, nos fuimos haciendo algo así como amigas; una extraña pareja, sin duda.
Una tarde, decidí llevarla a casa a merendar; puse un casette de Nikka Costa y le enseñé mi colección de Barriguitas. Ella acabó el colacao y sacó de la mochila un paquete de tabaco. “¿Fumas?” por mi cara de espanto debió de imaginar que no y que, en mi opinión, ella tampoco debería hacerlo.
Fue entonces cuando sucedió por primera vez: detrás de mi diadema empezó a crecer algo parecido a unas antenas, mis extremidades adelgazaron y poco a poco mi cuerpo empezó a menguar un metro, medio metro más, hasta quedar reducido a pocos centímetros; fui adquiriendo un tono verde y una chistera negra salió de mi cabeza como en un truco de magia invertido. Pepita Grilla había hecho su aparición y ya no nos abandonaría en mucho tiempo.
A Olga le pareció muy graciosa mi metamorfosis y estalló en carcajadas. Yo daba vueltas por la habitación, histérica, intentando adaptarme a mi nuevo tamaño. Ella me cogió con cariño y me depositó en su hombro.
– Vale, ahora eres mi conciencia; la que me espera…jajajajaja
– Olga, no sé qué hago aquí pero creo que no debes reírte, esto es muy serio
– ¿Ves? Una plasta…jajajaja
– Debería llamar a mis padres y que me lleven al hospital
– Debería, debería…joder Sonia, para ya.
Abrió la puerta de la habitación y salió por el pasillo, despidiéndose de mi madre con la mano. Yo, encaramada a su hombro, sentí una descarga de adrenalina que todavía no sé describir. El olor a patata frita era intenso desde mi posición, pero no se estaba nada mal.
Caminó por la alameda y entró en los recreativos Jovi II. Fue directa a la máquina de música y puso “Sweet dreams”, de Eurythmics. Empezó a sacudir fuertemente las caderas, haciendo que me tambaleara y acercándose al dueño del local, al que engatusó para que le regalara una partida de comecocos.
Jugamos tres partidas y a la cuarta perdimos, muriendo devoradas por un monstruo de colores.
El mismo hombre que le había invitado a jugar se acercó y le dijo algo en el oído. Como yo estaba situada en el hombro contrario no pude escuchar nada, pero Olga dejó la máquina y se dirigió a un cuarto con él. Allí había dos chicas más, me sonaban del barrio.
– Olga, esto no me gusta nada; vámonos de aquí.
– Chica, relax; yo controlo.
El hombre puso un fajo de billetes en el bolsillo de cada una y les dio una dirección; por lo visto se iba a celebrar una fiesta esa noche y ellas tenían que arreglarse y ser amables con los hombres.
– Olga, ni se te ocurra. Tengo miedo.
– Mira grillo, tú no tienes que venir; es mi vida y no te metas.
– Yo no he decidido ser tu conciencia.
– Yo menos, así que ya te estás largando.
Me encajé la chistera y bajé como pude de su hombro, saliendo rápidamente por la puerta. Al abandonar los recreativos recobré mi forma humana y me dirigí a casa, aliviada por ser yo de nuevo pero con una sensación de vacío en el estómago.
Esa noche me acosté preocupada, y después de media hora de dar vueltas en la cama decidí salir de casa sin que me vieran mis padres. Conocía la dirección que el hombre de los recreativos había indicado y me dirigí hacia allí con el corazón en la boca.
Se trataba de un local con luces de colores y un vigilante de seguridad en la puerta. Pensé que me sería imposible entrar, pero cerré los ojos y conseguí volver a mi forma de grillo sin mucha dificultad. Me colé por debajo de la puerta y busqué a Olga por toda la estancia; de repente un barullo llamó mi atención y pude presenciar una escena que nunca olvidaré: varios hombres reían mientras jugaban con tres burros que, enloquecidos, daban saltos por todo el local. Uno de los animales era especialmente voluminoso y, al pasar junto a mí, dejó un olor a fritanga bastante familiar.
– ¡¡Olga!!
El asno me miró y entonces tuve la absoluta certeza de que era ella; de un salto me coloqué al lado de su enorme oreja, enganchada a las crines. Un triste rebuzno conmovió mi cuerpo de insecto.
De repente, una luz iluminó la calle y empezó a sonar una música conocida; su imagen empezó a definirse poco a poco: pelo muy corto rubio platino, traje blanco con grandes hombreras…sí, era Annie Lenox. Se dirigió al local con caminar de heroína y, colocándose enfrente, lanzó algo parecido a un rayo, haciendo salir a todos esos hombres disparados por puertas y ventanas, presas del pánico.
– Señora, no castigue a Olga, es buena chica.
– Grillo, no te preocupes, no voy a castigarla. Volverá a su forma humana, pero cada vez que se meta en líos y mienta, le crecerá la nariz.
– Mire, yo creo que eso no le va a gustar nada.
– Y tú, Sonia, deberás dejar de escuchar a Nikka Costa, que ya tienes edad y además la música británica es mucho mejor.
En ese momento desapareció y Olga volvió a recobrar su forma. Pude ver entonces el vestido rojo corto y ceñido que se había puesto para la fiesta. Sus ojos estaban rodeados de manchurrones negros y la expresión de su cara era tan triste que no supe qué decir. Simplemente caminamos y al llegar a mi casa me colé por la puerta; ya en la cama, recobré mi forma humana.
A partir de ese momento, Olga se aficionó al chocolate de mi madre, de quien se ganó cierta simpatía.Traía casettes de pop inglés y bailábamos en mi habitación casi sin hablar, no nos hacía falta.
Yo me fijaba bastante en su nariz y sí, alguna vez vi que parecía más grande de lo normal, pero nunca le dije nada. Ella guiñaba el ojo y yo sonreía…siempre fue suficiente.