A quien no me conozca, le contaré que soy Sonja.
Me trasladé hace un tiempo a Ilulissat, una ciudad de Groenlandia, a vivir mi propio deshielo; a dejar que cayeran en alud mis miedos, contradicciones y dudas. Sentí el agua helada crujir por dentro y las avalanchas sucederse en mi cuerpo. Fui montaña por la que se deslizaron capas inmensas de una nieve espesa y brillante.
Aquí he aprendido a valorar el vacío, a buscar sin esperar, he construido una casa de pinocha para mi padre como hacía de pequeña; conseguí también contactar con esa niña y escribirle a través de una caja de galletas. Me he hecho amiga de la incertidumbre, del paso ligero, de la posibilidad de intrascendencia. También de Kunuk, un pescador anciano que me cuida con solo mirarme.
Todo esto me ha ofrecido este paisaje blanco y amable. Yo, a cambio, le prometí relacionarme con él desde la libertad; ¿cómo sería esta tierra si me obligaran a quedarme, a pesar mío y de ella?
Nunca imaginé que pudiera contestar esta pregunta, y en cambio aquí estoy, caminando por este lugar en modalidad de encierro decretado.
Después de doce días, quiero contarle a Kunuk cómo lo estoy viviendo:
No diría que es angustia lo que siento; incluso a ratos veo con claridad que podría quedarme a vivir un tiempo en este abrazo largo de pantalones de ir por casa, en esta rutina compartida que está siendo un regalo, en esta conjunción de ojos verdes que siempre encuentran un momento para la caricia.
A ratos también llueve por dentro, y de repente parece que la emoción quiera romper las paredes de mi cuerpo, de mi casa. Se hace visible entonces todo lo que sobrevivió al deshielo, incluso las cosas que salieron a la superficie al pasar este: el miedo al miedo, la negación de la vulnerabilidad propia y la de mis personas queridas, las sacudidas del alambre sobre el que muchas veces camino, la impaciencia, la poca tolerancia a la frustración.
En esos momentos me acerco al río, observo mi imagen en el hielo -mira papi, los ojos se me han hecho verdes, ya no los tengo como tú- y siento un calor que no es de este sitio, creo que ni siquiera es mío.
Es el calor de lo mutuo, la temperatura exacta de los abrazos largos. Es el viento cálido que me trae el placer compartido que añoro y la mano que rescata el deseo sepultado por la nieve, la mirada de mi amiga muerta hoy hace seis años, el sonido de vuestras risas sin pantalla, de los espacios que hemos construido como hormigas alegres. Es el sol naciendo en un extremo de mi cuerpo y poniéndose en el otro.
Y es que quizá hoy no escribo desde Ilulissat; hoy soy Ilulissat y sé que siempre amanece.