Sonja en Groenlandia VI: Confinamiento

A quien no me conozca, le contaré que soy Sonja.

Me trasladé hace un tiempo a Ilulissat, una ciudad de Groenlandia, a vivir mi propio deshielo; a dejar que cayeran en alud mis miedos, contradicciones y dudas. Sentí el agua helada crujir por dentro y las avalanchas sucederse en mi cuerpo. Fui montaña por la que se deslizaron capas inmensas de una nieve espesa y brillante.

Aquí he aprendido a valorar el vacío, a buscar sin esperar, he construido una casa de pinocha para mi padre como hacía de pequeña; conseguí también contactar con esa niña y escribirle a través de una caja de galletas. Me he hecho amiga de la incertidumbre, del paso ligero, de la posibilidad de intrascendencia. También de Kunuk, un pescador anciano que me cuida con solo mirarme.

Todo esto me ha ofrecido este paisaje blanco y amable. Yo, a cambio, le prometí relacionarme con él desde la libertad; ¿cómo sería esta tierra si me obligaran a quedarme, a pesar mío y de ella?

Nunca imaginé que pudiera contestar esta pregunta, y en cambio aquí estoy, caminando por este lugar en modalidad de encierro decretado.

Después de doce días, quiero contarle a Kunuk cómo lo estoy viviendo:

No diría que es angustia lo que siento; incluso a ratos veo con claridad que podría quedarme a vivir un tiempo en este abrazo largo de pantalones de ir por casa, en esta rutina compartida que está siendo un regalo, en esta conjunción de ojos verdes que siempre encuentran un momento para la caricia.

A ratos también llueve por dentro, y de repente parece que la emoción quiera romper las paredes de mi cuerpo, de mi casa. Se hace visible entonces todo lo que sobrevivió al deshielo, incluso las cosas que salieron a la superficie al pasar este: el miedo al miedo, la negación de la vulnerabilidad propia y la de mis personas queridas, las sacudidas del alambre sobre el que muchas veces camino, la impaciencia, la poca tolerancia a la frustración.

En esos momentos me acerco al río, observo mi imagen en el hielo -mira papi, los ojos se me han hecho verdes, ya no los tengo como tú- y siento un calor que no es de este sitio, creo que ni siquiera es mío.

Es el calor de lo mutuo, la temperatura exacta de los abrazos largos. Es el viento cálido que me trae el placer compartido que añoro y la mano que rescata el deseo sepultado por la nieve, la mirada de mi amiga muerta hoy hace seis años, el sonido de vuestras risas sin pantalla, de los espacios que hemos construido como hormigas alegres. Es el sol naciendo en un extremo de mi cuerpo y poniéndose en el otro.

Y es que quizá hoy no escribo desde Ilulissat; hoy soy Ilulissat y sé que siempre amanece.

Sonja en Groenlandia V: Incertidumbre

Me fascina el sonido de la nieve bajo mis pies; es el motivo de que prefiera salir a caminar sola.
Intento además fijarme en la profundidad de las huellas que voy dejando, en la cantidad, color y consistencia de esa materia blanca y fría que inunda este lugar del planeta.

Kunuk, el viejo pescador, conoce la nieve mejor que nadie; la que puede pisarse, la que está a punto de desprenderse, la nieve vieja y la nueva. A veces le basta con mirarla; otras, se agacha y coge un puñado, la manosea, incluso la prueba, la huele. Intenta ganarle unos segundos al posible desprendimiento, a la caída, al alud.

Y es que, aquí en Ilulissat, no tenemos certezas.
Nos aproximamos, podemos intuir si es o no seguro caminar por el lago helado o atravesar un barranco entre montañas, pero vivir aquí es aceptar la incertidumbre, aprender incluso a disfrutarla.

Transitamos constantemente la duda, pero viene acompañada de una brisa tan limpia que no hace daño y, si bien es cierto que el hielo nunca te sostiene con seguridad, te devuelve a cambio la mejor imagen de ti misma, esa que quisieras ver siempre y que se transforma en vapor de agua tan fácilmente.

Quizá por eso me quedé a vivir aquí; para hacerme fuerte en la ligereza, para aprender a confiar en las preguntas más que en las respuestas. Para enamorarme de mis propios pasos y sus tropiezos, de mi propia vulnerabilidad.

Kunuk dice que yo me evado rápidamente, que mi estado natural es más bien la desconexión y el despiste. Yo creo que tiene razón, y quizá es una estrategia para pesar menos, para ser aire caliente que tiende a elevarse, para ser ligera y que una mala pisada no me acabe hundiendo.

Le pregunto si entonces corro el riesgo de no dejar huella suficiente, de pasar de puntillas por las cosas.

Kunuk sonríe con sus ojitos divertidos y sigue caminando en silencio.

Sonja en Groenlandia IV: La caja

Hoy me he despertado en casa de Kunuk; vine ayer buscando compañía después de varios días inquieta, me suelo poner así cuando se acerca el día.

El viejo pescador me hace sentir cómoda porque no pregunta, nunca sé si por falta de curiosidad o por respeto. El caso es que ya ha llegado el momento y, como siempre, siento algo parecido a un hueco en el estómago.

Decido no prolongar la incertidumbre, así que salgo de la casa y empiezo a subir la cuesta. Al llegar al llano, cojo el sendero de la derecha, camino en linea recta durante diez minutos y me detengo delante de la roca grande. Cuento tres árboles a la izquierda y al llegar al tercero me agacho. De rodillas, escarbo en la nieve hundiendo los brazos hasta los codos; las manos me duelen del frío.

No recordaba haberla enterrado tan hondo, pero ha nevado mucho desde la última vez. Por fin mis dedos tocan algo metálico, respiro aliviada; está en su sitio.

La saco con cuidado. Es azul oscuro, redonda, y tiene un castillo dibujado en la tapa con unas letras blancas: “Surtido de Galletas”.

La abro y encuentro como siempre una hoja de papel cuadriculado doblada varias veces y una galleta; esta vez ha metido la que tiene forma de corazón con granos gruesos de azúcar adheridos. Sonrío.

Escucho voces cerca, deben de ser senderistas.

Guardo la galleta y la hoja en mi bolsillo, introduzco en la caja el folio escrito por mí y la entierro de nuevo. Coloco ramas y hojas encima, que en pocas horas estarán completamente tapadas por la nieve. Memorizo los árboles y las rocas de alrededor para recordar el camino.

Corro a la cabaña de Kunuk, entro y cierro la puerta; no hay nadie. Abro con nerviosismo la nota, doblada en cuatro pliegues.

Reconozco enseguida lo que fue mi letra en sus orígenes: las eses queriendo ser erres, los puntos de las íes corridos, las mayúsculas intercaladas sin sentido.

“QuiEro escribir un cuenTo. Me abuRro”.

A continuación, un dibujo de Betsy May y la palabra “jengibrE” escrita cuatro veces, en diferentes direcciones. Al final, su firma: SoNia.

Vuelvo a doblar la hoja, todavía nerviosa. Espero que mi carta también le haya gustado; yo le he pedido, como siempre, que siga escribiendo historias y sobre todo que no las tire a la basura. Le revelo también, para animarla, que al final de los pasillos oscuros nunca hay nadie, que los bollos de jengibre existen y que están tan buenos como ella se imagina.

Al final le propongo una fecha para el próximo intercambio. Ojalá le apetezca.

Muerdo la galleta y siento un escalofrío. Me acurruco en la alfombra y me quedo dormida. Creo que escucho a Kunuk entrar despacio.

 

 

 

Sonja en Groenlandia III: Soñita’s House

¡Ya la tengo! ven y te la enseño, tiene que ser ahora; después quedará sepultada por la nieve y ya no podrás verla.

Mira, aquí he puesto la entrada, cuidado con la maceta. A la derecha el comedor, que tiene dos puertas, como el de la abuela. Entra pero no me pises la pinocha, que son los tabiques. Ahora seguimos hacia las habitaciones, he hecho tres. Al fondo la cocina; al fondo…¿no ves el cuenco de comida? No, no es barro, es comida.

Dice Eva Illouz que la psique sólo avanza a partir de su pasado; que el alma era otra cosa, podía partir de cero: pum… te iluminabas y pasabas al otro lado.

Así que aquí estoy, toda psique en medio de este blanco inmenso, intentando recordar cómo se hacía una casa, porque yo supe hacer casas, tú lo sabes: admirabas pacientemente todas mis construcciones en la pinada hasta que otro asunto me llamaba la atención y no dudaba en destrozar mi propio hogar con la bicicleta: paredes de pinocha, el barro y la maceta volando, hechos trizas.

Kunuk me ha enseñado que aquí en Ilulissat soy ficción: en este lugar puedo ser otra vez la niña que aprieta los puños nerviosa mientras te lee una redacción, la que te persigue por el pasillo para que le traduzcas una canción de Cohen.

Mis maletas, mis armarios, mis cuadernos, las casas que construí con pinocha o con enciclopedias, todo lo que no he dicho y todo lo que he querido ser. Todo esto, aquí, es ficción.

Puedo ir y volver, hacer arqueología o inventar, mentir, bailar, probarme todas las vidas, todas las edades. Cantar contigo Oh, when the saints a dos voces, una vez más, o escucharte tocar ese piano que ibas a aprender cuando te jubilaras.

Esto somos: material ficcionable, elástico y vivo, preparado para la emulsión, para ser salsa o plato principal, algodón o vídrio, nieve. Amor, siempre.

Así que ponte cómodo y sigue sonriendo: mira, voy a hacer solo dos habitaciones, la cocina la pegaremos al comedor; pon ahí el cuenco y voy preparando el barro, que es la hora de cenar y por ahora no nieva.

 

Sonja en Groenlandia II: Blanco

Estar sola es como ir en bicicleta, no se olvida; no te pases la vida entrenando.
Lorrie Moore

En Ilulissat no hay huecos.

Esas enormes hondonadas blancas de ahí abajo no son huecos; se pueden mantener así eternamente, sin rellenar. Podemos admirarlas y dejar que la mirada se pierda, relajada.
Un hueco en cambio lleva implícita su propia falta, la ausencia, llama a buscar algo que lo libere de su condición.

Eso que veis son vacíos. Preciosos vacíos. Imponentes nadas y orgullosos nadies que nos rodean y abrazan blancamente.

Un día, al poco de llegar, le pregunté a Kunuk “¿y cómo sabemos si nos falta algo?”. El viejo inuit levantó la cabeza de su tarea y me dijo que sólo a las ganas les importa eso; por si no lo sabéis, las ganas son seres que viven en la montaña y a veces bajan a por algo que meter en sus hatillos.

Le pregunté también si bajo la nieve hay amor y lo que buscan las ganas es llevarse un poco… ¿o estar aquí es no querer? Siempre sonríe cuando le hago varias preguntas seguidas. “¿tú no viniste a estar en paz?”, me dijo, y siguió cosiendo su red.

Y seguro que el pescador tiene razón: ¿podría algo superar a este blanco precioso? La compañía constante, esa disponibilidad inmediata y urgente que se nos reclama, ¿sería en algún caso mejor que esta calma?

Hace poco me visitó E.; ella nunca vio con buenos ojos mi decisión de venir:

– Sonja, en Groenlandia no hay caricias.
– Ya, pero a cambio no tengo a Cangrejito bu-bu, que pellizca el estómago y hace sufrir.
– Y entonces, ¿por qué rebuscas en la nieve? ¿qué es “A. 39. 72km”? ¿por qué le escribes?
– Para recibir mensajes y poder seguir viviendo aquí.
– ¿Es A. una de esas ganas que viven en la montaña?
– Debe de serlo.
– ¿Y tú?
– …

Me pregunto si buscar es como desear pero sin esperar nada a cambio; desear sin nombre, sin propósito. Quizá la búsqueda agota su sentido en sí misma; la búsqueda es una acción, el deseo es un estado.

En este momento un grupo de ganas baja por la ladera; escarban en la nieve con palos y cuando encuentran algo se alteran, giran sobre sí mismas, miran el hallazgo y lo meten en el saco nerviosas. Vuelven a sus escondrijos; parecen más felices de lo que llegaron.

Una pequeña avalancha de nieve tapa rápidamente los agujeros que han dejado en su búsqueda enloquecida.

Todo vuelve a ser blanco, imponentemente hermoso.

En Ilulissat no hay huecos.

 

Sonja en Groenlandia I: Deshielo

Me gusta observar la cara de los turistas cuando prueban el mattak: la grasa de ballena se hincha rápidamente en la boca doblando casi su volumen y, por un instante, se puede ver la duda en sus ojos: escupir o tragar. La mayoría opta por lo segundo; casi siempre gana la convención frente al asco.

Kunuk, el viejo pescador inuit, ha tardado en acostumbrarse a ellos; el turismo en Groenlandia es reciente y está modificando nuestro paisaje. La mayoría viene a ver con sus propios ojos el deshielo, las consecuencias del cambio climático en el planeta, los últimos osos polares. Pagan bien a los oriundos para que les hagan de guías y portadores.

Yo no soy inuit, formo parte de la población extranjera que huyó de las ciudades y se instaló en los grandes fiordos. Vine a Ilulissat buscando un lugar donde no importara qué o quién soy: iceberg o caño helado; aurora boreal o sol de invierno.

Yo soy Sonja y, como este continente, también me deshielo.

Sí, esta tierra blanca me está deshaciendo suave y placenteramente. Intentaré explicar como sucede: cada cierto tiempo, siento un fuerte movimiento de placas en mi cuerpo que acaba provocando la caída de una dura capa de nieve. Al principio es bastante violento y siento cómo me abrasan los escasos rayos del sol nórdico, pero a los pocos días me acostumbro y lo disfruto: soy más ligera, más líquida, más alegre.

El primer alud lo sentí una mañana cantando a las piedras del lago, a media voz, cuidando como siempre de no importunar al silencio. Un crujido en mi estómago inició el derrumbe: décadas de costra helada, pudor revuelto entre un amasijo de ramas rotas cayendo al vacío no siendo, no importando.

Subí el volumen, varios pescadores me escuchaban desde sus barcas, sonrientes. Pude, por fin, dar mi voz al monte nevado; él me regaló una brisa que aún guardo.

Al tiempo llegó un segundo desprendimiento.

Desde el porche de mi casa solía ver pasar filas de excursionistas camino a los fiordos; siempre parecían familias unidas, pandillas de amigos, gente alegre y despreocupada; yo jugaba a imaginar de dónde vendrían, a qué cálidos hogares volverían, intentaba probarme por un rato su felicidad. De repente lo sentí: otra vez ese sonido de choque, el bramido de la nieve cayendo, la nube blanca llevándose la nostalgia, el anhelo dudando de sí mismo y dándose golpes contra las rocas.

Abrí los ojos, me estiré y salí al bosque: caminé durante todo el día y, por primera vez, regresé con los ojos secos.

Pero sin duda, la capa de hielo que más agradezco haber perdido es la tercera.

Fue en una noche blanca, polar. El mar estaba helado y yo miraba mi imagen desde la barca amarrada de Kunuk. Me vi, como siempre, borrosa, tal vez mayor, poco definida, insuficiente. Dudando con un ojo, juzgando con el otro. El ceño buscando aprobación y la frente insatisfecha.

De repente vino otra vez la sacudida: nieve en desbandada, toneladas de polvo blanco llenando huecos a través de canales interconectados, placas en quiebra, olas de blandura y vulnerabilidad. Mi propio juicio a la deriva, huyendo a carcajadas.

El viejo se dio cuenta y sonrió; esa noche, Kunuk me contó que el hielo siempre nos regala sorpresas al retirarse: los fiordos son glaciares que un día se fundieron, el buey almizclero encuentra comida en los escasos brotes verdes que el bosque esconde, su pueblo llegó hace siglos caminando gracias al único verano cálido en décadas.

Aprender del deshielo, deshacerse…algo generoso tiene esta tierra que, en su desaparición, se lleva detrás lo que nos hace daño.