En 1º de BUP tuve a un profesor de lengua tartamudo. Me cayó bien desde el primer día y sus clases me encantaban, lo cual no evitaba que me muriera de risa cada vez que se quedaba enganchado en alguna sílaba. No sé qué sucedería hoy, pero en aquel tiempo, los casi cuarenta alumnos aguantábamos la carcajada hasta que nos dolían los abdominales y, del esfuerzo, nos brotaban lágrimas como garbanzos.
Yo vivía como una tortura esos ataques de risa reprimida; rezaba para que él no me mirara justo en el momento en el que se enganchaba y llegaba ese silencio tenso, lleno de gemidos sutiles y resoplos clandestinos.
José Luís siempre lo llevó con una naturalidad pasmosa y, al regresar de cada atoramiento, seguía explicando los tipos de oración con la misma intensidad y las mismas ganas.
Mi conclusión era que no se daba cuenta de nuestras risas, que su concentración le hacía abstraerse de todo y ni nos veía. Hasta que llegó esa tarde.
Nos había pedido una redacción, la descripción de una persona. Me tocó a mí leerla en voz alta, y por su expresión supe que le había gustado mucho; sentí de repente un calor placentero en las mejillas y miles de hormigas enloquecidas corriendo por mi estómago.
Al rato siguió con la clase y, al pasar por mi lado, sentí que me daba un discreto golpecito en la mano. Toc toc. Llevé la mirada a mi puño, que resultó estar cerrado y apretado, imagino que desde la lectura de mi relato. Lo abrí y pude ver la señal de mis uñas sobre la palma, el color amarillo de la presión. Moví los dedos para facilitar la circulación de la sangre y le busqué con la mirada; él seguía paseando entre las mesas, hablando de subordinadas. Inmenso.
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