Se ruega no tocar el género

Sujeto entrevistado: Fina Gutiérrez, 54 años.

Primera sesión.

Recuerdo significativo nº1:

1970. Fina, con la edad de seis años, posa en medio de la sastrería familiar, brazos en cruz; su madre y su hermana clavan alfileres en lo que promete ser el vestido de los domingos; batista rosa. Varias clientas alaban su aspecto de princesa.

Nunca, dice, se ha sentido más ridícula.

Fue entonces, según relata la entrevistada, cuando el síntoma se manifestó por primera vez: al tiempo que intentaba ser amable con aquellas señoras, sintió cómo el cuerpo “se le hacía piedra” de manera súbita y no consiguió pronunciar palabra alguna, ni dibujar en su rostro la sonrisa deseada.

Recuerdo significativo nº2:

1981. Fina, ya adolescente, juega al fútbol con sus primos en la plaza. Escucha palabras como “marimacho”, “fino filipino”, “perico”. Ríen chicos, ríen chicas; sobre todo recuerda que ríe Maricarmen y el pinchazo en el estómago que esto le provoca.

Relata que su padre la arrastró de la muñeca y le encargó ordenar el tejido en el almacén. Al rato, la encontraron inmóvil, envuelta en una pieza de batista rosa; a su lado, esparcidos por el suelo, el resto de telas: alpaca, crepé, gasa, gabardina, tafetán. Tres días sin postre y sin jugar.

Ante la pregunta de si jugaba con las telas para estimular su lado femenino, la entrevistada me mira y levanta las cejas levemente.

En un momento de la sesión, Fina se agacha, coge un bicho de bola del suelo y lo coloca en su mano; el insecto sube y baja por sus nudillos; ella intenta acariciarlo con extrema delicadeza, pero en ese momento el bicho se repliega sobre sí mismo, cae al vacío y se pierde rodando entre las patas de mi mesa.

A continuación me pregunta: “doctora, ¿qué debería ser objeto de estudio? ¿el exoesqueleto de este insecto o el entorno que lo endurece?”

Segunda sesión.

Recuerdo significativo nº3:

1994: Fina, con treinta años, barre la sastrería mientras dos clientas observan las telas expuestas; se escucha la voz de una niña: “¿Mamá, eso es una mujer o un hombre…?”

Su hermana sale en ese momento del almacén y borra rápidamente la niebla incómoda que la pregunta ha dejado en el ambiente. En el mostrador ya se despliegan sedas, franelas, tul y organdí.

Esta vez, para sorpresa de la propia entrevistada, su cuerpo no se volvió piedra, no hubo repliegues, parálisis, ni bichos de bola rodando; se acercó a la niña con un caramelo, ésta le regaló una enorme sonrisa; en ese momento un escalofrío subió por sus piernas, aligerándolas, mientras la pregunta daba vueltas, rebotaba, entraba y salía de su mente como música: mujer, hombre; hombre, mujer.

Si la aceptación fuera agua, Fina, según sus propias palabras, hubiera sido en esos momentos un embalse en pleno proceso de llenado, una enorme piscina de agua fresca. La constatación de que la vida no era un puzle y no estaba obligada a encajar en ella, de que cualquier color de la paleta es ya más hermoso que el blanco y negro que representan un bicho de bola y el suelo sobre el que cae.

Tercera sesión.

Recuerdo significativo nº4:

2005. Fina, cumplidos ya los cuarenta, atiende en el mostrador de la sastrería. Entra una madre con su hijo adolescente, buscando una buena tela para un traje azul marino. El chico pasea por la tienda, Fina le ve acariciar el terciopelo, el raso, su mirada se cruza con ella; la entrevistada asegura que podría reconocer, según sus palabras, a un bicho de bola allá donde estuviera.

Entonces aconteció lo que la entrevistada denomina “el día más feliz de su vida”: entró en el almacén y, uno a uno, fue sacando los enormes rollos de tela que llenaban la estancia. Atravesó con ellos la tienda y, bajo la mirada estupefacta de las allí presentes, fue sacándolos a la plaza, ordenándolos por colores y dentro de estos por tonalidades: rosa palo, rosa chicle, fresa, fucsia…

La gente comenzó a acercarse, los niños corrían divertidos desplegando las telas, saltando sobre ellas y haciéndolas volar sobre sus cabezas.

Preguntada por la motivación que la llevó, el día referido, a destrozar de esa forma las existencias del negocio familiar y si pudo ser debido a la disforia entre el sexo asignado y el sentido, la entrevistada sonríe y me pregunta :”doctora, ¿a usted no le duele la normalidad?¿nunca ha tenido ganas de saltar sobre ella y hacerla jirones…? Dígame si, en ocasiones, no ha sentido el impulso de convertir en añicos lo amable, los múltiples tonos del rosa…o esta investigación, por ejemplo”.

En cuanto al tema objeto de este estudio y requerida sobre el género con el que se siente más cómoda, la entrevistada guiña un ojo y contesta: “el poliéster es económico pero no transpira; nada como una buena lana fina para un traje de diario”.

Relato finalista en el II Certamen de relato breve «Beatriu Civera»
del Ayuntamiento de Valencia.

 

Sonja en Groenlandia IV: La caja

Hoy me he despertado en casa de Kunuk; vine ayer buscando compañía después de varios días inquieta, me suelo poner así cuando se acerca el día.

El viejo pescador me hace sentir cómoda porque no pregunta, nunca sé si por falta de curiosidad o por respeto. El caso es que ya ha llegado el momento y, como siempre, siento algo parecido a un hueco en el estómago.

Decido no prolongar la incertidumbre, así que salgo de la casa y empiezo a subir la cuesta. Al llegar al llano, cojo el sendero de la derecha, camino en linea recta durante diez minutos y me detengo delante de la roca grande. Cuento tres árboles a la izquierda y al llegar al tercero me agacho. De rodillas, escarbo en la nieve hundiendo los brazos hasta los codos; las manos me duelen del frío.

No recordaba haberla enterrado tan hondo, pero ha nevado mucho desde la última vez. Por fin mis dedos tocan algo metálico, respiro aliviada; está en su sitio.

La saco con cuidado. Es azul oscuro, redonda, y tiene un castillo dibujado en la tapa con unas letras blancas: “Surtido de Galletas”.

La abro y encuentro como siempre una hoja de papel cuadriculado doblada varias veces y una galleta; esta vez ha metido la que tiene forma de corazón con granos gruesos de azúcar adheridos. Sonrío.

Escucho voces cerca, deben de ser senderistas.

Guardo la galleta y la hoja en mi bolsillo, introduzco en la caja el folio escrito por mí y la entierro de nuevo. Coloco ramas y hojas encima, que en pocas horas estarán completamente tapadas por la nieve. Memorizo los árboles y las rocas de alrededor para recordar el camino.

Corro a la cabaña de Kunuk, entro y cierro la puerta; no hay nadie. Abro con nerviosismo la nota, doblada en cuatro pliegues.

Reconozco enseguida lo que fue mi letra en sus orígenes: las eses queriendo ser erres, los puntos de las íes corridos, las mayúsculas intercaladas sin sentido.

“QuiEro escribir un cuenTo. Me abuRro”.

A continuación, un dibujo de Betsy May y la palabra “jengibrE” escrita cuatro veces, en diferentes direcciones. Al final, su firma: SoNia.

Vuelvo a doblar la hoja, todavía nerviosa. Espero que mi carta también le haya gustado; yo le he pedido, como siempre, que siga escribiendo historias y sobre todo que no las tire a la basura. Le revelo también, para animarla, que al final de los pasillos oscuros nunca hay nadie, que los bollos de jengibre existen y que están tan buenos como ella se imagina.

Al final le propongo una fecha para el próximo intercambio. Ojalá le apetezca.

Muerdo la galleta y siento un escalofrío. Me acurruco en la alfombra y me quedo dormida. Creo que escucho a Kunuk entrar despacio.

 

 

 

Santa Juana Miccionante

La voz de la profesora se escucha con nitidez a pesar del arpa que suena de fondo, monótona e insistente: «Cruzamos las piernas, elevamos el brazo derecho, doblamos el codo e intentamos agarrar la otra mano con la izquierda por la espalda- así, chicas, sin miedo- levantamos la barbilla y vamos doblando la cabeza hacia atrás hasta mirar el techo. Respiramos hondo y aguantamos ahí diez segundos…»

-Psss…¿has visto? Hay humedades; por ahí fijo que se filtra el agua.

-Tres, cuatro, cinco…-intento concentrarme-.

-Pues con lo que pagamos ya podrían arreglarlo, ya ves. El año pasado ya lo dijimos y nada.

-Ocho, nueve…diez.

Deshago como puedo el nudo en el que se han convertido mis piernas, bajo los brazos y vuelvo a la postura de descanso. Me duele todo el cuerpo, el olor a incienso me marea y lo último que esperaba en mi primera clase de yoga era tener al lado a una habladora incontinente.

La profesora da por finalizada la clase. Todas dicen “namasté” al unísono y salimos en tropel hacia el vestuario.

Observo alarmada que mi vecina de esterilla ha hecho presa conmigo:

-Soy Juani, no te había visto por aquí. ¿Eres del barrio?

– Sí- contesto secamente-.

Veo pasar por mi cabeza los cuarenta euros del curso, el tiempo valioso que le estoy quitando al trabajo y el momento en el que pensé que esta hora de relax sería la solución a todos mis problemas. A todos.

– Chica, ya verás cómo te mola esto. Sientes una paz interior flipante, no sé, como si te unieras a una energía cósmica que está por encima de nosotras…

Juani respira hondo, alza los brazos lentamente, con solemnidad, y mis ojos siguen mecánicamente su recorrido. Al instante me siento ridícula y empiezo a sacar mi ropa de la bolsa; quiero salir cuanto antes de esta conversación.

No han transcurrido ni cinco segundos cuando levanto la cabeza y observo con extrañeza que Juani ya no está y no queda nadie en el vestuario. Termino de cambiarme y salgo del local; está anocheciendo.

Estoy a punto de acostarme cuando recibo un mensaje de un número desconocido: “Mañana a las 10h en el Tertulia. Namasté. S.J”.

Un escalofrío me recorre la columna…¿S.J? El Tertulia es el bar donde suelo desayunar casi todas las mañanas, pero no sé quién se está citando conmigo.“Namasté”…

Mi mente empieza a buscar explicaciones lógicas: esa tal Juani ha conseguido mi teléfono del centro de yoga- ya les diré mañana…- y según su extraño criterio considera que somos amigas.

Me duermo con el firme propósito de olvidar ese mensaje y la cita que me propone, pero la curiosidad puede conmigo y al levantarme decido acudir. Llego al Tertulia cinco minutos tarde y desde fuera ya puedo distinguir su figura.

Con ropa de calle, Juani resulta todavía más inquietante: suéter de leopardo ceñido, escote pronunciado, el pelo rubio platino recogido en un moño alto, las gafas de sol puestas a pesar de la penumbra…parece la versión oronda de Kim Novack.

-Ay cielo, ya creía que no venías. Juntemos nuestras manos y respiremos juntas; hay un montón de cosas que celebrar.

-¿Celebrar…? Empiezo a alarmarme.

– Mira, reina, ya sé que te parece todo muy raro, pero tengo que contarte algo muy importante: ayer cuando llegué a casa hice una micción sagrada y en el líquido elemento pude observar tu rostro. Es una señal.

Se acaba de quitar las gafas y me mira misteriosamente. ¿Micción sagrada…? instintivamente miro mi manzanilla y decido no tomármela.

– Mira, Juani…

– Sonia, creo que eres una elegida. Hacía doscientos dieciséis años que no tenía una santa micción con imagen humana revelada.

Miro alrededor, me fijo en la gente, quizás esto sea una cámara oculta y mis amigas estén compinchadas…

Juani sigue:

-Te voy a confesar mi verdadera identidad: soy Santa Juana.

Se me escapa una risa nerviosa, miro a la chica de la mesa de al lado como pidiendo socorro pero nadie en este bar parece vernos.

– Santa Juana…¿de Arco? ¿de la Cruz?

Paso directamente a la carcajada pero dejo de reír en seco al observar la siguiente escena: Juani, o quien quiera que sea esta persona, se ha puesto en cuclillas y, con los ojos cerrados, ha empezado a orinar en el suelo. Parece que reza una oración y mueve los brazos como un pulpo enloquecido.

– Sí, soy Santa Juana y he recuperado mis poderes. Durante siglos he soportado el culto a San Juan, las hogueras, los baños nocturnos…pura superchería. Miles de incautos invocando a ese santo aburrido y patriarcal hasta decir basta.

Reconócelo: tienes ganas de orinar ahora mismo.

-Yo siempre tengo ganas…bebo mucha agua, infusiones…

Miro aterrorizada alrededor…nadie parece fijarse en el charco que esta mujer ha dejado en el suelo; es más, nadie parece verla.

– ¡Micciona, Sonia, deja salir toda esa ira, que no es sino el mal del mundo todo! Inunda los mares, riega el campo yermo con tu savia de mujer dadora de vida…¡nútrenos con tu elixir de diosa!

Nunca he congeniado mucho con los esencialismos femeninos de fluir esotérico, pero esto lo sobrepasa todo; me levanto y salgo del bar con prisa. Desde la puerta, Juani insiste, su falda todavía por encima de los muslos:

– ¡Veo tu luz! ¡¡Se desbordarán las presas, los glaciares caerán derretidos por tu torrente de mujer-océano!! ¡oh, cuerpa derretida…!

Camino hacia mi casa deprisa y sin mirar atrás. Ciertamente tengo ganas de ir al baño, pero sobre todo necesito olvidar este encuentro cuanto antes.

Los escasos metros que separan el bar de mi casa se me hacen eternos; de hecho, descubro con espanto que voy dando vueltas en bucle a la manzana sin que la puerta de mi casa aparezca en ningún momento. Siento un mareo repentino yno sé cuánto tiempo transcurrehasta que extrañamenteempiezo a sentirme mucho más despejada y ligera que antes.

Sigo caminando, envuelta en un aura nueva y poderosa. Escucho una voz masculina: “¡eh, pelirroja, ¿estás sola?!”.

Me detengo, miro profundamente al sujeto en cuestión,le señalo con el dedo índice y escucho cómo caeal suelo fulminado.

En mi trayecto hacia ningún lugar me da tiempo a derribar a tres mirones de niñas, a un novio celoso y a los componentes de una despedida de soltero que anda molestando a una mesa de turistas. Me siento cada vez más fuerte y sigo patrullando la zona de Mossen Sorell sin piedad.

Me tropiezo de repente con mi profesora de yoga; de manera atropellada le explico mi nueva condición de semi-diosa justiciera y mis recientes hazañas para combatir el machismo del barrio. Mira hacia atrás y señala a la despedida de soltero, cuyos miembros sorprendentemente siguen en pie a pesar de mis…¿super poderes?

– Tú has hablado con Juani, ¿verdad? Ajá…por eso me pidió tu teléfono. Qué mujer…me dijo que te quería devolver algo.

Parece que intenta aguantarse la risa pero está claro que le cuesta. Sigue hablando, con dificutad:

– Te tenía que haber avisado…ella es así. La queremos mucho a pesar de esa cabeza fantasiosa que tiene, no le hagas mucho caso. Ahora tengo un poco de prisa…¡te veo el miércoles en clase!

Miro al frente confusa y por fin parece que diviso la puerta de mi casa; me dirijo lentamente hacia allá y por el camino me cruzo con dos de los mirones que creía haber derribado hace diez minutos. Llego al portal, subo las escaleras todavía aturdida y me doy cuenta de que no he ido al baño en todo este rato.

Descargo por fin mi vejiga; de manera instintiva miro en el fondo y no, no tengo ninguna visión, pero la verdad es que me sigo sintiendo estupendamente; ligera, fuerte, mucho más segura de mí que cuando salí de casa esta mañana.

De repente, levanto la cabeza y en el espejo del lavabo veo escrito “namasté”.

Me miro y observo que mi imagen empieza a fundirse con otro rostro: gafas de sol, moño rubio platino…

Sonrío: “namasté, Santa.”

 

 

 

 

 

 

 

 

Instrucciones para ser profe de FP Básica

Programa el curso de manera exhaustiva, intentando ser estricta con la coherencia de los contenidos y la adecuación al nivel. Imprime la programación para ir marcando los objetivos cumplidos y dirígete a conocer al grupo de los lunes.

Entra en el aula y sonríe, mostrándote cercana y firme a la vez. Aparta a ese chico alto de la persiana para que no se cuelgue de la cinta y explícale que el reggeton mejor en el descanso.

Recuerda con cariño los motivos que te llevaron a ser profesora, especialmente la función social de la educación.

Separa a los gemelos que se estiran mutuamente de la goma del pantalón y explica que tu asignatura les ayudará a ser trabajadores conscientes de sus derechos. Explica el significado de «consciente». Recuerda la tasa de paro juvenil y no insistas mucho con lo de «trabajadores».

Mira de reojo tu horario, marca en rojo el lunes.

Vuelve a tu programación guardada, cambia los objetivos intentando ser más realista. Imprime esta segunda versión.

Introduce alimentos alcalinizantes en tu dieta y compra un tarro de ginseng rojo coreano.

Prepara un debate sobre la situación laboral de lxs jóvenes en España. Forma un círculo y ofrece a Fran que modere. A la altura de su segundo eructo dile a Pablo que le sustituya y cuenta hasta diez. Coloca a Fran al lado de la persiana y deja que escuche “Despacito”.

Recuerda la reunión en la que votaste en contra de los partes disciplinarios como medida correctora y hazte fuerte. No mires el reloj.

Cuenta los lunes que tiene el curso y crea un sistema de autorecompensas para sobrellevar el trance: para comer, pollo asado; para cenar un bollet a la lloseta, típico de la Vila. Todos los lunes.

Anota en la pizarra las veces que Fran dice la palabra «mierda» y compara el resultado final con el de la semana pasada. Coméntalo con él y valorad juntos el efecto de la marihuana sobre el léxico y la incontinencia verbal. Explica el significado de “incontinencia”.

Dale la vuelta a las dos programaciones impresas y reutiliza el papel. Tira al contenedor azul las páginas escritas a dos caras.

Aumenta la dosis de ginseng.

Intenta enamorarte de ti misma varias veces al día y cuelga en la puerta de la nevera la última lista publicada de consejos para ser feliz.

Encomiéndate a Paulo Freire y busca actividades educativas y motivadoras.

Prepara una actividad sobre el salario, con un texto accesible y fichas para trabajar por parejas.

Cuando las parejas empiecen a atacarse con el bolígrafo cambia la disposición de la clase y forma un semicírculo. El estruendo de las mesas arrastrándose por el suelo te hará llorar, pero tú respira y piensa en el bollet a la lloseta.

Introduce en clase el tema de la brecha salarial y respira hondo. No pienses “a mí quién me manda”, quítate las gafas violetas y guárdalas en la funda. Lanza la funda por la ventana.

Si pensar en el bollet no es suficiente, visualiza tu terraza con vistas al mar. Que no te importe estar a 150 km de tu casa y tener que pagar dos alquileres. Recuerda el sexto consejo para ser feliz e intenta fluir. Recuerda a las personas que conoces que suelen fluir y cambia de idea.

Aprovecha la energía residual del ginseng para hacer más ejercicio e incluye abdominales hipopresivos que reduzcan la barriga creada por el pollo y el bollet.

Haz un blog y escribe mucho, mucho.

 

Sonja en Groenlandia III: Soñita’s House

¡Ya la tengo! ven y te la enseño, tiene que ser ahora; después quedará sepultada por la nieve y ya no podrás verla.

Mira, aquí he puesto la entrada, cuidado con la maceta. A la derecha el comedor, que tiene dos puertas, como el de la abuela. Entra pero no me pises la pinocha, que son los tabiques. Ahora seguimos hacia las habitaciones, he hecho tres. Al fondo la cocina; al fondo…¿no ves el cuenco de comida? No, no es barro, es comida.

Dice Eva Illouz que la psique sólo avanza a partir de su pasado; que el alma era otra cosa, podía partir de cero: pum… te iluminabas y pasabas al otro lado.

Así que aquí estoy, toda psique en medio de este blanco inmenso, intentando recordar cómo se hacía una casa, porque yo supe hacer casas, tú lo sabes: admirabas pacientemente todas mis construcciones en la pinada hasta que otro asunto me llamaba la atención y no dudaba en destrozar mi propio hogar con la bicicleta: paredes de pinocha, el barro y la maceta volando, hechos trizas.

Kunuk me ha enseñado que aquí en Ilulissat soy ficción: en este lugar puedo ser otra vez la niña que aprieta los puños nerviosa mientras te lee una redacción, la que te persigue por el pasillo para que le traduzcas una canción de Cohen.

Mis maletas, mis armarios, mis cuadernos, las casas que construí con pinocha o con enciclopedias, todo lo que no he dicho y todo lo que he querido ser. Todo esto, aquí, es ficción.

Puedo ir y volver, hacer arqueología o inventar, mentir, bailar, probarme todas las vidas, todas las edades. Cantar contigo Oh, when the saints a dos voces, una vez más, o escucharte tocar ese piano que ibas a aprender cuando te jubilaras.

Esto somos: material ficcionable, elástico y vivo, preparado para la emulsión, para ser salsa o plato principal, algodón o vídrio, nieve. Amor, siempre.

Así que ponte cómodo y sigue sonriendo: mira, voy a hacer solo dos habitaciones, la cocina la pegaremos al comedor; pon ahí el cuenco y voy preparando el barro, que es la hora de cenar y por ahora no nieva.

 

El concurso

Hoy es una mañana especial; desayuno sin prisas, arreglo un poco la casa y preparo mi mesa de trabajo: cuaderno nuevo, infusión, las ventanas abiertas, un poco de música clásica para ambientar… abro un documento en el ordenador y lo llamo “Relato concurso”.

Es la primera vez que voy a presentarme a algo así; lo convoca la Concejalía de igualdad del Ayuntamiento de Villanogales bajo la rúbrica “Relatos para el 8 de marzo” y el premio son 400€. Me siento ilusionada: tantos años de activismo feminista y es la primera vez que voy a escribir sobre el tema…allá voy:

“Rosa se levanta sin ganas; no entiende por qué tiene que recoger la mesa mientras sus hermanos se quedan sentados. En la cocina, deberá dejar en remojo los platos y más tarde, antes de ir a dormir, dejarlos limpios mientras todos ven el partido de fútbol…” 

No…antes de seguir con el relato voy a investigar un poco sobre Villanogales: municipio de 17.000 habitantes cuya economía se sustenta en el sector primario y la comercialización de productos locales, 23º de media anual,  gobernado actualmente por el Partido Popular. Una única mujer entre los concejales, que resulta ser la titular de “Mujer y Familia” y que a su vez es quien convoca el concurso para el que estoy escribiendo. Me habían dicho que era de “igualdad”, pero intento no hacer caso de este detalle.

Sigo:

“Rosa vive en un pueblo tranquilo; de mayor quiere ser ingeniera pero en su casa no lo aprueban y prefieren que estudie magisterio infantil…

Me bloqueo; la música clásica añade dramatismo a esta especie de Cenicienta que me está saliendo y decido apagarla. Seguiré leyendo las bases del concurso, a ver si me inspiro.

Por lo visto, el jurado estará compuesto por el Excelentísimo Sr. Alcalde, el secretario del Ayuntamiento, la concejala de “Mujer y Familia” y un reputado escritor. Me levanto bruscamente y decido preparar otra infusión; no, mejor un café. Habrá que ver al reputado escritor, hombre por supuesto: me parece mentira que un premio así sea tan contradictorio, tanta concejalía y tanta igualdad de pacotilla. Así nos va.

Cojo un trozo de chocolate, vuelvo a la mesa enfadada y sigo escribiendo:

“Rosa termina de recoger los platos y se va a su habitación; cierra el pestillo, se tumba en la cama y empieza a llorar”…qué coño, no llora: “cierra el pestillo, se tumba en la cama…y abre las piernas. Busca en la tablet una página de porno lésbico y se relaja mientras empieza a sentir cómo el sexo se le humedece…” Paro en seco y respiro hondo. Lo borro todo e intento centrarme. Pongo en Google el nombre de la concejala buscando alivio en la sororidad, pero lo que encuentro me desasosiega aún más: esta señora es también presidenta de la asociación de amas de casa de Villanogales y conocida componente del Opus Dei. Miro con desánimo la pantalla del ordenador. Pienso por un instante en abandonar el dichoso concurso, pero para mi asombro empiezo sentir un pinchazo de placer en el estómago; una leve sonrisa se instala en mi rostro, los dedos teclean solos…“Rosa descubre el manifiesto SCUM y lidera una asociación transfeminista en la Universidad. Se manifiesta contra el acoso callejero, hace performances sangrientas delante del Arzobispado y allí conoce a la que será su novia poliamorosa durante tres años: una chica trans veinte años mayor que ella”. Me da la risa floja, hago una foto del último párrafo y se la envío a H. por whatsapp. Ella me contesta con varias caritas de demonio, un puño cerrado y la que llora de risa.

Imaginar la cara de la concejala me hace gracia, pero sigo intrigada con ese reputado escritor que formará parte del jurado…¿será el cronista del pueblo? ¿El último ganador de un concurso de poesía? Busco imágenes de las pasadas ediciones del concurso y mis ojos se abren como platos: no puede ser…ese señor me suena…quien está entregando el premio a la ganadora de 2017 es …¡Arturo Pérez Reverte! Leo el pie de foto: “Hijo predilecto de Villanogales y vecino ilustre”. A estas alturas ya he puesto el manos libres con H. y escribo mientras leo en voz alta:

“Rosa se compra el Coño Potens y se apunta a un taller de eyaculación femenina, donde conoce a Sara, trabajadora sexual empoderada con la que quedará para insultar a las abolicionistas a través de las redes sociales.” Ay, espera: “ A partir de este momento formará los finales  de las palabras con ‘e’ y se reirá de los señores galantes que le quieran ceder el paso en las puertas, llamándolos cuñáos y machunos.”

– Jajajajaja…Sonia, ¿qué te pasa…?

– Ay…nada.

Una y Otra

Una vivía en el campo; la tierra le había ofrecido generosamente un lugar donde habitar: propio, especial, privado, seguro.

Su hogar venía delimitado por grandes vallas y cada día recorría sus reducidas lindes con el mismo pensamiento: “hasta aquí, yo”.

En muy contadas ocasiones recibía alguna visita del exterior; esos días dedicaba un buen rato a preparar café con bizcocho, encendía el fuego y se arreglaba. Disfrutaba de estos momentos a pesar de las restricciones que la costumbre imponía: tocarse sin afectación, no mirarse más de cinco segundos seguidos, no repetir la misma visita dos veces; pero sobre todo, se recreaba en el instante en el que volvería a quedarse consigo misma.

Sí, Una era una misma común; una misma orgullosa y eficiente. Vivía su separatidad con una resignación casi religiosa, militante. “Sé tu misma”, le habían dicho desde que nació, y así pensaba que debía vivir.

La primera vez que vio a Otra fue en el río.

Una caminaba distraída dando pataditas a las piñas y de repente la tuvo delante, sin más; Otra no se había apartado al verla llegar, como hacían todos los demás obedeciendo las normas más básicas de convivencia.

Una sintió un pinchazo en el estómago y el sabor de la adrenalina en la boca; quizá se trataba de una disidente, una activista pro-afectación. Otra sonreía y no parecía dispuesta a apartarse, los ojos brillantes.

Se miraron un buen rato, y entonces empezó todo: Una se acercó a Otra a hurtadillas, encontró una grieta por la que colarse y vio allí un gran jardín, verde y húmedo. Se produjo una reacción química que no conocían y crecieron sus ríos, fueron alud de cosquillas y se persiguieron saltando, así las ardillas en los árboles. Sucedieron maravilla de horas, crearon dos unas, se ensimismaron y unieron tantas veces que hoy no podrían ni contarlo: dentro y fuera, fuera y dentro. Lloraron, hicieron alquimia; se desotraron.

Una abrió los ojos después de un rato de calma y se encontró sola, al lado del río. Miró alrededor y no encontró rastro de Otra.

Se dirigió a casa corriendo, pasando por un gran cartel de “Do it yourself” de los que poblaban toda la provincia. Al entrar fue directa al espejo y descubrió algo que llevaba intuyendo durante todo el camino: tal y como le habían alertado desde siempre, cuando otra persona consigue meterse dentro, una ya no vuelve a ser nunca la misma. Se produce una transformación en la que la otra queda incorporada de manera inevitable, dejando paradójicamente de ser otra para formar parte de una, modificando los cimientos de la identidad y creando un ente diferenciado que recibe el nombre de vínculo.

Una gran sonrisa iluminó su rostro.

Este cuentito ganó el premio al relato más votado del II Concurso de relato filosófico del Club de Escritura Fuentetaja.

Sonja en Groenlandia II: Blanco

Estar sola es como ir en bicicleta, no se olvida; no te pases la vida entrenando.
Lorrie Moore

En Ilulissat no hay huecos.

Esas enormes hondonadas blancas de ahí abajo no son huecos; se pueden mantener así eternamente, sin rellenar. Podemos admirarlas y dejar que la mirada se pierda, relajada.
Un hueco en cambio lleva implícita su propia falta, la ausencia, llama a buscar algo que lo libere de su condición.

Eso que veis son vacíos. Preciosos vacíos. Imponentes nadas y orgullosos nadies que nos rodean y abrazan blancamente.

Un día, al poco de llegar, le pregunté a Kunuk “¿y cómo sabemos si nos falta algo?”. El viejo inuit levantó la cabeza de su tarea y me dijo que sólo a las ganas les importa eso; por si no lo sabéis, las ganas son seres que viven en la montaña y a veces bajan a por algo que meter en sus hatillos.

Le pregunté también si bajo la nieve hay amor y lo que buscan las ganas es llevarse un poco… ¿o estar aquí es no querer? Siempre sonríe cuando le hago varias preguntas seguidas. “¿tú no viniste a estar en paz?”, me dijo, y siguió cosiendo su red.

Y seguro que el pescador tiene razón: ¿podría algo superar a este blanco precioso? La compañía constante, esa disponibilidad inmediata y urgente que se nos reclama, ¿sería en algún caso mejor que esta calma?

Hace poco me visitó E.; ella nunca vio con buenos ojos mi decisión de venir:

– Sonja, en Groenlandia no hay caricias.
– Ya, pero a cambio no tengo a Cangrejito bu-bu, que pellizca el estómago y hace sufrir.
– Y entonces, ¿por qué rebuscas en la nieve? ¿qué es “A. 39. 72km”? ¿por qué le escribes?
– Para recibir mensajes y poder seguir viviendo aquí.
– ¿Es A. una de esas ganas que viven en la montaña?
– Debe de serlo.
– ¿Y tú?
– …

Me pregunto si buscar es como desear pero sin esperar nada a cambio; desear sin nombre, sin propósito. Quizá la búsqueda agota su sentido en sí misma; la búsqueda es una acción, el deseo es un estado.

En este momento un grupo de ganas baja por la ladera; escarban en la nieve con palos y cuando encuentran algo se alteran, giran sobre sí mismas, miran el hallazgo y lo meten en el saco nerviosas. Vuelven a sus escondrijos; parecen más felices de lo que llegaron.

Una pequeña avalancha de nieve tapa rápidamente los agujeros que han dejado en su búsqueda enloquecida.

Todo vuelve a ser blanco, imponentemente hermoso.

En Ilulissat no hay huecos.

 

Sonja en Groenlandia I: Deshielo

Me gusta observar la cara de los turistas cuando prueban el mattak: la grasa de ballena se hincha rápidamente en la boca doblando casi su volumen y, por un instante, se puede ver la duda en sus ojos: escupir o tragar. La mayoría opta por lo segundo; casi siempre gana la convención frente al asco.

Kunuk, el viejo pescador inuit, ha tardado en acostumbrarse a ellos; el turismo en Groenlandia es reciente y está modificando nuestro paisaje. La mayoría viene a ver con sus propios ojos el deshielo, las consecuencias del cambio climático en el planeta, los últimos osos polares. Pagan bien a los oriundos para que les hagan de guías y portadores.

Yo no soy inuit, formo parte de la población extranjera que huyó de las ciudades y se instaló en los grandes fiordos. Vine a Ilulissat buscando un lugar donde no importara qué o quién soy: iceberg o caño helado; aurora boreal o sol de invierno.

Yo soy Sonja y, como este continente, también me deshielo.

Sí, esta tierra blanca me está deshaciendo suave y placenteramente. Intentaré explicar como sucede: cada cierto tiempo, siento un fuerte movimiento de placas en mi cuerpo que acaba provocando la caída de una dura capa de nieve. Al principio es bastante violento y siento cómo me abrasan los escasos rayos del sol nórdico, pero a los pocos días me acostumbro y lo disfruto: soy más ligera, más líquida, más alegre.

El primer alud lo sentí una mañana cantando a las piedras del lago, a media voz, cuidando como siempre de no importunar al silencio. Un crujido en mi estómago inició el derrumbe: décadas de costra helada, pudor revuelto entre un amasijo de ramas rotas cayendo al vacío no siendo, no importando.

Subí el volumen, varios pescadores me escuchaban desde sus barcas, sonrientes. Pude, por fin, dar mi voz al monte nevado; él me regaló una brisa que aún guardo.

Al tiempo llegó un segundo desprendimiento.

Desde el porche de mi casa solía ver pasar filas de excursionistas camino a los fiordos; siempre parecían familias unidas, pandillas de amigos, gente alegre y despreocupada; yo jugaba a imaginar de dónde vendrían, a qué cálidos hogares volverían, intentaba probarme por un rato su felicidad. De repente lo sentí: otra vez ese sonido de choque, el bramido de la nieve cayendo, la nube blanca llevándose la nostalgia, el anhelo dudando de sí mismo y dándose golpes contra las rocas.

Abrí los ojos, me estiré y salí al bosque: caminé durante todo el día y, por primera vez, regresé con los ojos secos.

Pero sin duda, la capa de hielo que más agradezco haber perdido es la tercera.

Fue en una noche blanca, polar. El mar estaba helado y yo miraba mi imagen desde la barca amarrada de Kunuk. Me vi, como siempre, borrosa, tal vez mayor, poco definida, insuficiente. Dudando con un ojo, juzgando con el otro. El ceño buscando aprobación y la frente insatisfecha.

De repente vino otra vez la sacudida: nieve en desbandada, toneladas de polvo blanco llenando huecos a través de canales interconectados, placas en quiebra, olas de blandura y vulnerabilidad. Mi propio juicio a la deriva, huyendo a carcajadas.

El viejo se dio cuenta y sonrió; esa noche, Kunuk me contó que el hielo siempre nos regala sorpresas al retirarse: los fiordos son glaciares que un día se fundieron, el buey almizclero encuentra comida en los escasos brotes verdes que el bosque esconde, su pueblo llegó hace siglos caminando gracias al único verano cálido en décadas.

Aprender del deshielo, deshacerse…algo generoso tiene esta tierra que, en su desaparición, se lleva detrás lo que nos hace daño.

Memorias de una jacaranda

«Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo…»

Violeta Parra

La jacaranda es una planta foránea, de la familia de las bignoniáceas; en el jardín de Blasco Ibáñez hay varias.

¿Blasco Ibáñez…? ese jardín es uno de los primeros lugares que una estudiante de pueblo conoce cuando llega a vivir a Valencia. Es, literalmente, una grieta verde en medio de dos calzadas de cuatro carriles cada una, cuyas aceras albergan varias de las Facultades más concurridas.

Hay un hormigueo constante de estudiantes cruzando a uno y otro lado; a veces, paran en los bancos del jardín a comer algo, o se tiran en el césped en grupos coloridos y gritones.

A nuestro árbol también se le conoce como el jacarandá, pero el masculino agudo le aporta una gravedad que no merece.

La jacaranda asiente.

A veces, suceden cosas en el jardín.

Un día, Óscar habla en la asamblea. Es alto y delgado, y luce una discreta perilla. Su voz aflautada contrasta con la rotundidad del discurso que sostiene: brotan de su boca palabras como “claudicar”, “esbirros” o “coyuntura”. No, la acampada por el 0,7% no se levanta. Alboroto, aplausos, silbidos. Una brisa mece las copas de los árboles más altos y caen hojas marrones sobre el círculo de seres vibrantes. Otoño.

La jacaranda escucha, sonríe; suenan guitarras, tararea: “y va brotando, brotandó/ como el musguito en la piedrá”. Violeta también cambia la acentuación de las palabras. Piedrá. Jacarandá.

Ríe con ganas.

Otro día, un profesor cruza apresurado el jardín, camino a los aularios de la otra acera. Tiene el pelo gris y rizado, lleva un abrigo verde aceituna y un maletín oscuro. Apenas cinco minutos para el cambio de clase. Dos disparos y sangre que salpica a los árboles más cercanos, pasos que huyen corriendo.

El profesor cae y un charco rojo se mezcla con la tierra del jardín. ETA, resuena en las facultades. Sirenas, hormiguero inquieto.

La jacaranda se revuelve, caen hojas de susto.

Pero al jardín no solo le suceden cosas: también le suceden personas.

Así Alex, cara de pájaro con rastas rubias y ojos pequeños, le sucedió a la hierba, a la grava de los caminos, y el jardín nunca volvió a ser el mismo.

Ha migrado desde el norte de Europa y cada día se acerca a la jacaranda, acomoda sus alas, se posa en el césped y apoya la espalda en su tronco.

Si no conocéis cómo es el sol de invierno en Valencia le podéis preguntar a él; os contará cómo, de camino a otro lugar, paró a descansar en esta ciudad, le fascinó la luz filtrada por los álamos y se quedó un tiempo, emocionando a las raíces y llenando nuestra vida de poemas, ensaladas y risas. Un día voló de nuevo, y todavía nos estamos despidiendo.

También puede pasar que otro rato, Eva me mire fijamente y se acerque despacio. Y que el viento coloque un mechón de su pelo negro y rizado entre nosotras; risas, nervios. Hace meses que olfateamos el aire, nos buscamos y sabemos que lo necesario acabará sucediendo, que siempre lo hace.

Aparta su melena, se inclina y, esta vez sí, roza mis hojas, me acaricia las ramas, siento en el tronco su pecho, acelerado.

La jacaranda siente.