Todo empezó aquella nochebuena en su casa; nadie reparó en su silencio, dedicados como estábamos al ritual navideño: mi tía cuestionaba como siempre la calidad de los langostinos, mi abuela entraba y salía del comedor pendiente del horno pero sin quitar ojo a mi tía, mi madre nos reñía por picar la ensaladilla sin esperar a que mi abuela se sentara…entonces él, mi abuelo, habló:
– ¿Qué hacemos aquí?
– …
– ¿Es la virgen del Carmen?
– …
Risas nerviosas, “Arturo, ¿qué dices?”, miradas de preocupación.
– ¿Por qué hay tanta gente?
-…
Ese día pusimos a prueba el poder de la convención navideña; a pesar de los desvaríos del abuelo, seguimos comiendo gambas y turrones como si nada estuviera sucediendo. Al acabar la cena, mi hermana mayor y yo nos fuimos a la cocina y lloramos bajito, casi clandestinamente.
A partir de ese día y durante los meses que le quedaron de vida, el estado de salud del abuelo se convirtió en algo parecido al parte meteorológico: “hoy parece que tiene riego”, “ayer se ve que le faltó riego, no reaccionó en toda la tarde…” “mamá, no me reconoce”. “Es el riego, hija, está muy mayor”.
Durante el que sería su último verano fui varias tardes a la semana a su casa.
Cuando el calor se hacía soportable, mi abuela lo sacaba al balcón con la silla de ruedas, una magdalena y un nescafé. Allí nos quedábamos mirando los recreativos de enfrente mientras dentro, en la tele del comedor, se disputaba alguna semifinal de las olimpiadas.
Todavía podría dibujar de memoria su perfil anguloso, impasible.
En esos momentos y cuando mi abuela no miraba, le cogía la mano y se la apretaba de manera intermitente, imitando algo parecido a un bombeo. Imaginaba las venas, las arterias, como acequias irrigando vida a trompicones, abriéndose paso entre esos huesos casi centenarios.
A veces pude ver, en la laguna de sus ojos azules, una sonrisa.