Despedida

Toco un primer timbre y abre la puerta una niña de pelo corto; por su mirada, veo que tiene miedo y no quiero contárselo, es demasiado pequeña. Solo le cojo una galleta y la guardo en mi mochila.

Sigo calle abajo; atravieso pasadizos estrechos que huelen a plantas recién regadas, siento la cal fresca de las fachadas. La gente es amable y me saluda, se puede escuchar a lo lejos el sonido de una feria. Una niña con coletas me mira desde un balcón; está muy seria y se balancea sobre un burrito de peluche. “Me voy”, le digo. Ella abre los ojos como platos, “¿puedo ir contigo? me aburro.”

La siguiente calle que atravieso termina bruscamente en un solar; al lado, las vías, la pequeña estación de tren. Una joven con maleta espera en un banco, acompañada por sus padres. “Me voy a estudiar Derecho a la ciudad”, me dice. Saca de su bolsa un bocadillo y me da un trozo; lo guardo en mi mochila y le digo adiós con la mano. Siento un pinchazo en el estómago y sigo caminando.

Llego a una plaza llena de estudiantes, subo las escaleras de un piso compartido, me tropiezo con parejas besándose en los rincones, pruebo todas las bebidas que me ofrecen, bailo con quien quiere tomar mi mano, lloro de pena, de risa. A todos les digo que me voy, que mi viaje termina; brindan por mí con sus litronas.

Despierto dentro de una tienda de campaña en medio de la ciudad y sigo mi camino; me encuentro pancartas, tambores, me abro paso entre la multitud agitada, las sienes palpitando. Miro hacia atrás y me despido.

“¿Por qué no vivimos juntxs?” unos ojos redondos y verdipardos preguntan desde abajo a unas gafas gruesas, consternadas.“¿Habría alguna manera de sufrir menos…?” ahora dos chicas lloran en un piso, cogidas de la mano, no sabe cuántos pasos, minutos, años después.

– “Papá, ¿te preocupa la muerte?”

– “No pienso en cosas tétricas”.

Le vi morir cuatro días después; no pude despedirme. Lo hago ahora, guardo la Elegía de Miguel Hernández en la mochila y sigo caminando.

Las piernas me empiezan a doler y la mochila pesa; aún así visito alegrías, abrazo mucho, llegan piedras y las salto, otras veces caigo al suelo.

Un día como cualquier otro paro en un estanque y bebo agua fresca. Veo mi reflejo, respiro hondo, sonrío y, dejando así suficiente testimonio de vida, me dejo ir.

Este texto nació como propuesta del taller de escritura de Eva Fernández, “Autor-izar-nos”, en La Tetera.

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