Temblor de piernas detrás del telón.
Cuesta imaginar que sean estas extremidades las se tengan que dirigir, a la señal de la directora, al centro del escenario justo en el lugar marcado y memorizado en los ensayos… pero sí: siento una leve palmadita en el hombro y mi cuerpo obedece mecánicamente. Comienzo el movimiento.
“Déjate llevar por la música, siéntete ligera, fluye, sonríe mirando al frente”…consignas que cuesta obedecer en estos primeros momentos de pánico.
Simultáneamente, desde el otro extremo del escenario, se acercan Eva y Hari, desnudas también, dando pasos lentos al ritmo de los primeros acordes de una guitarra eléctrica familiar y evocadora. Su presencia me tranquiliza y entonces sí, mi cuerpo tenso se relaja y comienzo a sentir la madera del escenario en los pies, la brisa de la noche estival en la piel.
Las busco, nos cogemos de las manos, giramos. Alternamos movimientos individuales- brazos, cabeza, vueltas sobre nosotras mismas- con el baile en grupo, agarradas fuertemente, los dedos entrelazados. Nuestra danza es lenta, quizás pesada, pero no hay torpeza en estos huesos frágiles.
Conozco sus cuerpos casi como el mío: Hari, delgada, con un pecho casi infantil y ese aire siempre adolescente a pesar de las arrugas que ya surcan su rostro. Eva conserva su melena, que ha sido gris durante los últimos treinta años y ahora, blanca como el algodón, brilla bajo los focos del escenario.
Hemos aprendido a apreciar lo flácido, la suavidad de la piel que decidió apartarse del músculo, rendida ante la gravedad. La belleza de la carne que se voltea sobre ella misma, creando formas únicas como enormes huellas dactilares.
El volumen de la música es fuerte, la voz quebrada de una mujer se alza sobre esa batería sintetizada tan típica de los ochenta, pero no llega a tapar las risas infantiles que parecemos provocar, el sonido de las sillas arrastrándose en la plaza, personas levantándose indignadas, algunos silbidos, nuestra directora aplaudiendo desde el lateral, llorando y riendo a la vez.
Nos miramos las tres, sonreímos. Seguimos bailando, y giramos, giramos, giramos…
“CLASES DE BAILE PARA LA TERCERA EDAD”
El cartel es tan horrible que Hari, con un movimiento rápido, lo arranca de la puerta.
– ¡Tercera edad! Hay que ser capullos. Ahora nos llenarán el local de viejos…
– Hari, somos viejas.
-¿Nosotras…? No jodas, Eva…
Me acerco con la infusión; ellas ríen. Eva se ha colocado el cartel en la cabeza e intenta mantener el equilibrio con él. Hari imita un pasodoble con una pareja invisible, luego la coge de la cintura y bailan algo parecido al cha cha cha. Pasan rozando la mesa y están a punto de tirar la manzanilla al suelo. Doy un grito y se tiran encima de mí en el sofá. Hace veinte años esto se hubiera resuelto rápidamente; ahora nos cuesta desenredarnos y nos da la risa mientras suenan palabras como lumbago, ciática y sacroilíaca (Hari siempre ha sido muy precisa al nombrar el cuerpo).
No parece que la propuesta del Ayuntamiento haya sido bien acogida. Una nueva partida presupuestaria se empeña en acercar la danza a la población mayor de 65 años, pero los eufemismos paternalistas constituyen un atentado estético contra los pilares de nuestra asociación feminista y, con la misma fuerza, un ataque contra nuestro orgullo.
– Mira, y encima quieren hacer un festival de final de curso en la plaza del Carmen.
– A mí no me pillan.
– ¡Eh, el festival lo va a dirigir Empar Morales! Esa tía mola…
– Yo sólo bailo en esa plaza si es en bolas y con vosotras dos.
– ¡Una de Bonnie Tyler!
– Jajajajaja!! I need a hero!!
– A que no hay…
– A que sí.